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Música y poesía

Es muy posible que a alguno de los asistentes, y muy especialmente de los no asistentes, se le haya ocurrido preguntar para qué puede servir una charla sobre los personajes de la poesía de Manuel Castilla; mal que me pese, es una pregunta valedera. Para ella no tengo una respuesta definitiva pero puede ayudar una anécdota.

Publicada en agosto y setiembre de 2013

El profesor Julio Colombatto en años de universidad planteó una vez a sus alumnos: ¿para qué sirve la historia? Después de un debate la conclusión fue: no sirve para nada… pero también se convino en que no se puede vivir sin historia: personal, familiar, amorosa, pueblerina, regional, cotidiana…

Podría decirse que otro tanto ocurre con el tema de esta charla: no sirve para nada… o sirve para mucho ya que se inscribe el tema general de la poesía y con ella ocurre lo mismo que con la historia en cuanto a su utilidad.

Sucede que en ocasiones la poesía no es sino historia poetizada o, inversamente, la historia es poesía historiada. Es que a menudo poesía e historia van de la mano, y tanto que una se apoya en la otra. A veces, incluso, se genera un cierto misterio dual que agranda el vuelo poético. No solamente permite reconstruir una emoción a través de la palabra escrita e interpretada sino también las características principales de una persona, que se trasforma en personaje.

La poesía regional, nacional y extranjera abunda en personajes, personajes impactantes y que perduran por esa condición. Ellos y las pocas palabras que suelen acompañarlos se convierten en expresiones del ambiente paisajístico y humano que representan. Tanto en el ámbito de la llamada “poesía culta” como en el de la popular sobran los ejemplos.

A veces un personaje llena una poesía: Gregorio Huanca y su tremenda soledad puneña; don Nicanor Paredes como símbolo de una época y una filosofía de vida.  Otras su condición basta para llenar toda una historia de sugerencias, caso de Soledad la de Barracas.

También está el hecho de que, a menudo, aquellos personajes espejan otros más cercanos a nosotros, que suelen pasar casi desapercibidos.  Hagan un ejercicio de comparación con algunos de los nombrados u otros que se les ocurran y verán que no son pocas las veces que los personajes cantados y contados se identifican con casos, cosas y personas que uno conoce.

No esperen un análisis literario; ni quiero ni tengo capacidad. Solamente aspiro a hablar de algunas gentes, y también algunas cosas, que son cotidianas, triviales, a menudo inadvertidas pero que tocadas por un gran poeta cobran una vibración inusitada, adquieren un carisma, en el sentido más hondo de la palabra y lo trasmiten al lector.

Entrando ya en materia digo que elegí a Manuel J. Castilla por la simpleza y hondura de sus personajes y porque perdura en mí el hecho de que su canto fue –junto con el de Jaime Dávalos, Antonio Nella Castro, Raúl Galán y otros—una voz que rompió el molde del canto nativo simplista y le dio trascendencia universal, humana. En su circunstancia hubo dos elementos formidables.

Aquella bohemia de Salta en los años sesenta del siglo pasado, genial e irreverente para esa sociedad conservadora. Porque no eran habitantes de una torre de marfil sino convivientes con su pueblo y su tierra. Ellos ejercían una poesía sentida, profunda pero si la ocasión cuadraba, también alegre, porque alegres eran sus reuniones. A este respecto siempre tengo presente como ejemplo la carta que Castilla, que estaba de andanzas por Bolivia y Perú, le escribiera a Guillermo Velarde Mors –el mítico Pajarito Velarde, en cuya hermosa casa de la calle Pueyrredón (hoy trasformada en museo) se reunía aquella magnífica bohemia de cantores, músicos, poetas y escritores, bajo el amable mecenazgo del propietario. Decía en el sobre enviado, y llegado, desde Perú:

En Salta de la Argentina

 cartero, como sabéis,
hay un pájaro que trina
En Pueyrredón 106.
Si el pájaro no estuviera
daréis la carta de amor
a un muchacho calavera:
Guillermo Velarde Mors

El otro elemento era el genial complemento de Gustavo Leguizamón, un músico excepcional que trasmitía en sus notas toda una filosofía de vida, una música que sin perder esencia tenía y daba una trascendencia nueva al cancionero. Esto se pudo comprobar en los últimos años, cuando la admiración y el aplauso le llegaron incluso desde el extranjero. Junto con Castilla hicieron cantar buena música y mejor poesía al país y aledaños.

Quizás cabe señalar antes de entrar en detalles que en la poesía de Castilla hay, en realidad, un solo gran personaje: la tierra de Salta y todo lo que contiene. O mejor la tierra, en general, cuyo influjo moldea y condiciona al poeta, cuya atracción y esencialidad lo sintetiza el título de uno de sus libros Norte adentro.

En esta oportunidad yo me he permitido referirme a una mayoría de personajes diríamos, poético-musicales, ya que figuran y se han popularizado en las canciones de esa magnífica simbiosis con Gustavo Leguizamón. Otros son figurantes solamente en la obra escrita de Castilla y otros, en fin, aparecen como innominados o inanimados, ya que son cosas. Pero todos tienen unos perfiles y contenidos únicos y emocionantes.

Las personas y personajes son muchos; desbordan la poesía de Castilla. Por una cuestión de tiempo y amenidad repasemos los más conocidos y significativos:

Dijimos que la difusión de poemas de Castilla contó con un enorme aliado en la música. En esta ocasión también yo tengo dos grandes aliados: Pamela Pratts y Juan Cruz Santajuliana, que han tenido la amabilidad de ilustrar musicalmente esta charla.

Zamba de Lozano

Lozano es una mínima estación ferroviaria en el camino a La Quiaca. Allí solía reunirse con sus amigos artistas Yolanda Pérez de Carreño, la Niña Yolanda a la que alude la canción. El estribillo es singular porque, con la eufonía del nombre, aparece súbitamente su mención evocativa en la poesía, clavada, breve, junto al ramito de albahaca, con toda la significación que tiene esa aromática en la cultura carnavalera. En el fondo del texto campea la descripción del ambiente prepuneño. En la coda del estribillo, me hacía notar Juan Carlos Bustriazo, aparece una constante de Castilla: los caballos, con los que rumbea hacia “las abajeñas”.

La pomeña

Una de las canciones más bellas y sutiles del repertorio argentino. Su origen está en un lejano desafío a coplear entre Castilla y una por entonces joven Eulogia Tapia, en un carnaval de La Poma. Castilla había apostado a que, si perdía, le hacía un poema a la muchacha, y así fue: compuso esta bellísima zamba plena de imágenes exquisitas: los ojos que se azulan mirando la alfalfa; el contraste de la cara enharinada de carnaval y su sombra por los arenales; la metáfora de la dalia cuando se hunde en la tarde. Quizás lo más notable esté en el estribillo, donde se habla del llanto del sauce ante el robo a Eulogia… pero, contra lo que se pueda pensar, no se trataba de un robo amoroso sino de un chivo, que algún avivado se alzó aprovechando la fiesta. Hoy la trascendencia de Eulogia a través de la zamba ha sido tan grande que se ha convertido en una pequeña entidad turística en el pueblo, donde posa para fotografías y vende su libro de coplas a los visitantes.

Zamba para don Balta

Don Baltasar Guzmán es uno de los personajes más entrañables y conmovedores del universo poético de Castilla. Era un puestero que oficiaba, también, de humilde mecenas y a su casa solía concurrir lo mejor de aquella bohemia salteña. Era también el padre de La Niña, protagonista de una historia trágica y mentada en otra bellísima zamba. Cuando la pena por la muerte de su hija hirió su vida hasta lo más hondo Castilla le ha dicho:

“su corazón de ha partido, don Balta
tírelo al río

La muerte de este hombre motivó uno de los más conmovedores poemas de don Manuel, “Entierro de Baltasar Guzmán”, donde el narrador es su caballo que, enjaezado y sin jinete, marchaba él primero detrás de la carroza fúnebre.

El fiero Arias

¿Dónde habría ido a parar la memoria del Fiero Arias si no la hubieran rescatado le letra de Castilla y la música de Leguizamón? Era uno de esos bohemios impenitentes, personaje de muchos lados: farrista y solitario o solterón, siempre con su bandoneón a cuestas. En él, dice el poeta, los carnavales se agolpan como una flor y

 La boca de las cantinas
cuando pasa se lo tragan.
Y él con una chacarera
Les pega una alborotada.

Y a este “carpero de antes” que tocaba como un duende incansable en la fiesta pagana del pueblo le era dado ver que “al que la baila machao se compone con picante”.

Doy fe. Una tarde en que Manuel Castilla me honró recibiéndome en su casa, en medio de poemas y poetas, guitarras y bromas, me dio a probar “el ají de la mala palabra”. Dada su infernal intensidad no me caben dudas de que compondría a borrachos, y aun a moribundos. Horas me duró la jeta hinchada por los efectos del picante.

Pastor de nubes

Este es un buen ejemplo de la magia que la poesía puede darle a cualquier cosa o persona. El simple pastor puneño, ya tocado con la varita mágica del decir poético, cambia al agregarle “de nubes”. Después se suman las elocuentes imágenes del cardón y el silencio, de la soledad  en la montaña, con la curiosa introducción de la primera persona en la tercera estrofa del poema, lo que le da una singularidad y fuerza distintas. Cabe señalar, también, que aquí el autor de la música es otra gran figura de la canción nativa: Fernando Portal.

Balderrama

La Casa Balderrama –tal cual lucía antaño en un sobrio letrero que presidía el frente del local —era poco más o menos lo que nosotros llamamos “un bolichón”. Así la conocí hace cuarenta años y así era cuando Castilla y Leguizamón frecuentaban sus noches; vino, suelto, mesas cubiertas con papel y cocheros trasnochados (enfrente estaba la central de esa actividad) que cruzaban para compartir vino y canto. Los Balderrama eran de origen boliviano y habían comenzado el negocio como una clásica “picantería” de pobres y trasnochados. Se dice que no cerraba nunca y que la forma amable de que se fueran los últimos habitantes de la noche salteña era decirles: “señores tenemos que cerrar porque estamos por abrir”. Fue la canción la que lanzó el lugar a la fama y lo convirtió en un lugar clásico, de esos que hay unos pocos en el mundo. La letra de Castilla tomó de esos elementos simples, vulgares si se quiere, y amalgamó la belleza en el poema.

Hoy ya no está a la vista el canal a cuyas orillas llegaba la mañana, cubierto por el Paseo de los Poetas, y Balderrama es toda una atracción turística de Salta. Los nostalgiosos recuerdan que la única vez que no abrió sus puertas fue el día que murió Castilla.

Zamba de Anta

En esta letra, escrita en colaboración con César Perdiguero, asoma espléndido el paisaje de la selva. La hermosa letra abunda en expresiones producto del estar y la soledad. La estremecedora imagen de que “cuando muere una corzuela la arena se vuelve sal” había surgido en una andanza con su cuñado, Pinky Raspa, con quien se habían conmovido ante la muerte del animal. Cuarenta y tantos años atrás Norberto Fernández Righi se admiraba de la bellísima metáfora de la luna que quema arriba “y abajo la caja dele padecer”

Zamba del río robado

Refiere Sergio Lino que en un asado en casa de Grillo Crespo, allá por comienzo de los años sesenta del siglo pasado, fue donde Castilla oyó hablar del problema del Atuel. El poeta andaba de gira con Los Fronterizos y es posible que hubieran transitado el oeste viniendo desde Mendoza. La sensibilidad de Castilla lo llevó a que le explicaran el problema fluvial, que lo conmovió. Allí nomás borroneó los versos, que musicalizaran después Guillermo Mareque y Enrique Fernandez Mendía  y que, además de un himno pampeano, se ha trasformado en canción prohibida para los folkloristas de nota: a todos les gusta pero nadie la canta por no indisponerse con Mendoza.

Agüita robada, agüita
Que tierras andas regando
Santa Isabel por el cielo
Sentida te está esperando.
Vienes viniendo en el vino
Y La Pampa te hace canto.

En 1975 visité por segunda vez a don Manuel y mencioné la zamba. No la recordaba. Trajo una guitarra e imperativamente dijo ¡cantala!  Yo accedí con la inconsciencia de la juventud. La escuchó atento y dio su veredicto: Chura.

Innominados

Pero la poesía de Castilla tiene también  cantidad de personas innominados; la palliri es uno de ellos. Así se nombra a la mujer boliviana que rescata a martillazos el mineral de baja ley amontonado fuera de la mina mientras permanece

sentada sobre el cáliz de su propia pollera.

Y a propósito de Bolivia. Me contó don Eduardo Falú que durante una de sus giras por Japón, cantó Minerito potosino, un poema de Castilla con música suya. Obviamente explicaba las canciones a través de un intérprete y –decía— quedó sorprendido de la sensibilidad del público japonés, más allá del idioma.

Pero nunca pensó que era tanta. Al año siguiente de esa gira, nuevamente de regreso en Japón, previo a una actuación, un grupo de personas solicitó hablar con él. Al recibirlos, intérprete mediante, supo que eran trabajadores de una mina de carbón del norte del país que, conmovidos por la canción del niño minero que habían escuchado la vez anterior, querían hacerle un regalo. Y le entregaron una estatua hecha en carbón, que más tarde fue regalada a Castilla.

Las cosas

Y también las cosas llegan a tomar estatura de personajes. Las cosas entrañables, íntimas, clavadas en el recuerdo, en la infancia, en la juventud, como la profundísima evocación de la casa familiar.

Ese que va por esa casa muerta
y que en la noche por la galería
recuerda aquella tarde en que llovía
mientras empuja la pesada puerta,

ese que ve por la ventana abierta
llegar en gris como hace mucho el día
y que no ve que su melancolía
hace la casa mucho más desierta,      

ese que amanecido, con el vino,
se arrima alucinado al mandarino
y con su corazón lo va tanteando,
ese ya no es, aunque parezca cierto,
es un Manuel Castilla que se ha muerto
y en esa casa está resucitando.

Elegí a esta gente y estas cosas de Castilla por la altísima calidad poética que los envuelve –quiero decir emoción, sentimiento…-. Cada uno de ellos, persona humana o cosa humanizada, nos llega hondamente.

Y también porque son comunes, cotidianos, cada uno de ellos portador de una historia o mérito que merece ser tratado, recordado, cantado en el más profundo sentido de esta palabra… O al menos lo merece para la consideración del poeta. Son entraña del pueblo y del paisaje.

Castilla tiende una mirada honda, humana y piadosa sobre ellos y los absuelve en sus pobres pecados y en su miseria. Los rescata del anonimato y, con caridad cristiana, los entrega a nuestro sentimiento para que no olvidemos que cada ser humano es único. Y, también, es nuestro hermano.

*Charla de Cazenave en la editorial Voces, organizada por la Asociación Pampeana de  Escritores el 17 de mayo de este año.