Cada edición de la Feria Provincial del Libro renueva el aire pampeano desde lo artístico y cultural; cada encuentro tiene sus particularidades, se puebla de diversas voces, circulan las letras por las salas; la palabra, incesante, inaugura nuevos mundos. Vuelve a convocarnos ese objeto mágico del hombre: el libro.
La reciente celebración de esta feria, durante el mes de octubre, no fue ajena a estas premisas; una vez más, la casa de la cultura se vistió de gala para recibir, aunar y cobijar en sus salas y en sus pasillos, a amados y amantes, todos buscando el encuentro con esa magia (porque toda obra artística, lo sabemos, se completa con la mirada del otro).
Escritores, lectores, editoriales, expositores, disertaciones, charlas, capacitaciones, todos poblaron, tanto el edificio del Centro Cultural Medasur, en Santa Rosa, como las blancas carpas que lo flanqueaban desde los espacios verdes con sus diversas ofertas culturales, durante los cuatro días de duración que tuvo el evento.
En la apacible tarde del sábado del sábado 8, la figura de un chimango irrumpió con su vuelo en el extenso cielo, e hizo oír su voz. En ese mismo momento, debajo suyo, en la íntima sala de Curaduría del Medasur, Héctor Manuel Tedín (hijo) se preparaba para presentar en sociedad su nuevo libro. Mientras escritor y público se acomodaban en las sillas, el graznido llegó hasta el recinto.
Escrituras llanas y sagradas
“escrituras del desierto”(así, sin mayúsculas), el nuevo libro de Tedín, no es un libro más, no se lee como un libro más. Opera de doble modo, es un libro y un martillo. Es disruptivo. Las historias que lo componen, por llamarlas de alguna manera, pueden leerse de forma individual, pero cobran más fuerza y sentido cuando son leídas como partes de un todo armónico.
De comienzo (salvo alguna excepción formal y/o intencional), el libro está escrito enteramente en minúsculas, prescinde deliberadamente del uso de las mayúsculas para el inicio de las oraciones (como reza la norma), cuestión que ya nos hace poner un pie dentro de la posición del autor para con esta obra. Este uso casi exclusivo de minúsculas se justifica en el doble motivo de romper con algo establecido y, a la vez, de acentuar desde lo estético (la llanura del texto, sin los altibajos de las mayúsculas) una cuestión topográfica-cultural, lugar desde donde la obra se levanta, y estructura a la cual se revela.
Así, el “llano de la llanura llana” —en palabras de Manuel Tedín— es el escenario metafórico donde las historias devienen. Hay un divertido juego en el principio del libro donde el mismo autor entra en la historia, y es condenado por escribir en minúsculas por violar lo establecido, y tender así a la confusión, por atentar contra “la normalidad”, a ojos de los detentadores de las normas. Porque aquí lo desértico, lo llano, es metáfora de la chatura, de lo que no cambia ni sorprende (mención aparte, y especial, en el libro, para esa figura grupal que en el inicio de la obra condena al escritor, el curioso “Ministerio…” —no develaré aquí su nombre completo—, que representa lo anquilosado socio-culturalmente).
Las historias que componen el texto son historias, sí, como a veces son relatos breves, pero también cobran otras formas y en ocasiones se reducen a la sentencia, o al aforismo, según el uso que el escritor necesita darle para su discurso. En estas historias los protagonistas son los animales que habitan (cohabitan, en realidad, con el ser humano pampeano) ese “llano de la llanura llana”. En sus bocas (o picos), lo relatado adquiere, por el tono y la retórica, un acento sagrado, quasi profético, a manera de las sagradas escrituras. Así es que nos encontramos entonces, por ejemplo, con una oveja que sueña ser pastor, con un grupo de aves que irrumpen en la casa de Olga Orozco, carpinchos que se resisten a ser botas y añoran sus humedales, o un chimango que es un Dios silente y observador.
En los intersticios de sus relatos y de sus testimonios, hay una tensión, crece lo disruptivo (no ya solo el hecho de ser animales parlantes, idea que nos remonta a las fábulas) y por momentos se debate sobre el papel nocivo, cuando no fútil, del ser humano en el marco de lo creado, o sobre la nimiedad de sus pretensiones; los animales ven con desairados ojos el proceder del estereotipo del hombre-terrateniente, con sus máquinas y sus camionetas, que se erige en dueño de las tierras.
En esa misma línea se suma, más adelante, un cuestionamiento sobre esas figuras sagradas (esas vacas, en la concepción hinduísta) que son los escritores pampeanos, poniendo en duda su condición de intocables (los Bustriazo Ortiz, Morisoli, Nervi, por citar algunos), como si ninguna flor literaria pudiera crecer si no es a la sombra de estas figuras y de esas temáticas. Llegado cierto punto del transcurrir de sus historias y el desenvolverse de sus pensamientos, que el escenario tragicómico lleva al lector a preguntarse finalmente (ya cuando se avecina el apocalipsis) quién es más salvaje, o menos racional, si el animal o el hombre.
Un chimango
Cuando hace unos cuantos meses Manuel me citó para hablar sobre su nuevo proyecto, con la intención de que participara del mismo desde lo visual, nos encontramos y, café por medio, comenzó a relatarme a grandes rasgos de qué iba esta obra. Enseguida me sentí parte, principalmente por dos razones: él confiaba en mi dibujo y la idea del libro me pareció por demás original, algo totalmente distinto a lo que suele leerse de factoría pampeana.
En el esbozo que Tedín hizo de la obra, se disparó enseguida en mí una referencia: Omnia diis esse (todo está lleno de dioses), frase que un poco resume y engloba el espíritu griego del que devino luego su fascinante mitología. En la descripción del escritor, se me prefiguró la idea de una especie de mitología pampeana, sobre todo en la figura de uno de los personajes principales de la obra: un chimango que opera como un dios de nuestro conocido escenario desértico (“el llano de la llanura llana”).
Lo cautivante de la mitología griega, y esta es una opinión muy personal, es la manera en que interpretaron el mundo en que vivían, la belleza de las ideas y la imaginación con la que quisieron vestir los sucesos que los tocaban a diario. Así, “escrituras del desierto” me graficó esa sensación; la mirada profundamente imaginativa, lo tragicómico de su abordaje y esa perpendicular a la concepción del escritor (y del quehacer) pampeano. Es su manera (la de Tedín) de interpretar el mundo que lo toca. De esa charla, y con esa imagen mental, volví a casa y tomé el lápiz. De allí saldría luego (tras descartar otras variantes), el arte de tapa del libro [1].
Principalmente busqué la figura fuerte, preponderante y central del chimango (en su papel de dios), y que desde su centro irradiara el resto de los elementos. No busqué, sin embargo, una representación realista ni fidedigna del carroñero, sino que preferí (acorde con su papel y su carácter en la obra) envolverlo en sombra. Esto haría al doble propósito de hacerlo un personaje “oscuro” y, a la vez, esta oscuridad, como sucede con lo incompleto, con lo no percibido en plenitud, dispara la imaginación. Sobre los pies del ave puede verse un esqueleto humano —la naturaleza reclamando al hombre—, y sus alas apuntan al cielo una y a la tierra la otra. Algunas plumas se han desprendido, parte del devenir, de la tensión, de la “fricción” de la vida. Todo esto, sobre un fondo que acentúa la llanura.
Cierre
Como dije en líneas anteriores, este no es un libro más, y la presentación de “escrituras del desierto” tampoco lo fue. La sala de Curaduría propició un ambiente íntimo, generó un calor propio, donde se respiraron ideas y conceptos, se dieron sonrisas y momentos de reflexión. De la mano del escritor Sergio De Matteo y del propio Tedín, la literatura tomó vuelo y volvió a ocurrir esa magia del hombre, representada en un libro.
La lectura de esta obra puede generar sensaciones y opiniones diversas y diferentes (recordemos que cada lector la aborda y la interpreta siempre sobre su bagaje), pero tiene una cualidad que a todos toca, y es que, por su tono revulsivo, no pasa desapercibida. Es libro y es martillo. Como cierre, recuerdo haber leído, hace muchos años ya, un lúcido artículo del escritor y periodista bonaerense Humberto Mariotti sobre la función de la Poesía, en el cual, a la famosa expresión “¡lea, que los libros no muerden!”, le opone la suya “lea, porque los libros muerden!”: la educación y la cultura espolean y enriquecen el pensamiento. Eso es lo que hace la lectura de “escrituras del desierto”. Muerde.
* Alberto Di Francisco es ilustrador e integrante del equipo de Prensa de la CPE.
En 2022 publicó el libro de relatos breves "Los juegos".
Nota:
[1] El diseño final de la tapa estuvo a cargo del diseñador gráfico Juan Tedín.