Aquel tiempo, lejanísimo, dejó una tenue y clara memoria de penumbra y sonido. Veníamos de admirar la gran laguna con el cuasi milagro de sus surgentes; alguien había invitado “a conocer el molino”. En aquella niñez yo había visto incontables molinos de viento pero ninguno como aquel movido —nos decían— por el agua.
Publicada en agosto de 2019
Entramos en un vasto galpón, pleno de frescor y en cuya semioscuridad lo infantil bien podía imaginar el aromar de brujas o milagros; aguzando el oído se escuchaba un rumor suave, indefinible y constante: era el agua del arroyo. Seguía (eso lo supe después) una implacable pendiente desde las sierras azuladas que habíamos visto en la distancia. Yo iba tomado de la mano de mi padre.
El sol se filtró por unos agujeros en el techo de chapa y unos clavos de luz, largos y delgados, iluminaron tenuemente una rueda que me pareció gigantesca; se movía lenta y continuamente. Los cangilones embocaban el agua, la levantaban, completaban el giro y volvían a volcarla en el arroyo moviendo la rueda y quebrando el susurro de la corriente. Yo quedé estremecido, asombrado ante aquel misterio maravilloso que latía en la penumbra acribillada por el sol, que mostraba una armonía fantástica de movimiento y sonido; de canto más bien, porque el vuelco de los cangilones daba notas distintas al escurrimiento del agua.
Y una maravilla más: aquella corriente era incesante, y se diluía en la laguna pero iba desde el siempre a la eternidad.
Cuando el asombro dejó un resquicio me fue imposible no recordar las aguas quietas de mi pueblo, con su mínima dinámica en las lomas cuando las grandes lluvias. Aquellas eran aguas mansas, quietas y turbias y contrastaban con la trasparencia y el ímpetu suave del arroyo.
Tantos años después, volví al lugar. Menos el cauce todo había desaparecido. También, claro, la magia de aquella tarde de penumbra y sonidos nuevos mientras caminaba tomado de la mano de mi padre, acompañando el discurrir del agua, incesante, eterno.