Nada parece ahí y sin embargo, por alguna extraña magia, cada palabra va colocando las piezas en su lugar. Un inmenso rompecabezas que desafía el olvido. El hombre sabe que el alma de las cosas habita en las palabras que las nombran y que pronunciarlas es traerlas de nuevo desde donde se habían perdido. Y por eso entrecierra los ojos como limando la idea y señala hacia la nada: "ahí estaban los compresores", dice y el lugar, hasta entonces un edificio en ruinas inundado por el sol que se cuela por donde el tiempo carcomió los chapones del techo, comienza a poblarse de las formas de lo que alguna vez fue la fábrica de hielos de la CPE.
Publicada en mayo de 2000
El hombre es diminuto y de germánica dureza, como sus ojos, como sus canas, como sus blancos bigotes. Sólo dos veces un silencio que le humedece la mirada le demora una respuesta: cuando habla de Santiago Marzo y cuando quiere explicar qué significa la cooperativa en su vida. El hombre es Miguel Hirschfeldt y hace 34 años, con apenas 19, empezó a trabajar entre las paredes que ahora reconstruye, en la fábrica de hielo de la "usina".
Las enormes máquinas que componen una escenografía majestuosa reviven rescatadas por las palabras; reaparecen el ruido ensordecedor y los movimientos mecánicos; el frío y una barra de hielo que se desliza a la espera de su próximo destino. Los recuerdos están vivos entre los hierros retorcidos y la suciedad de las palomas que ahora reclaman para ellas las ruinas de aquel imperio congelado. "Yo -rememora Hirschfeldt- cuando pasaba con mi padre y veía esas máquinas tan grandes, jamás me imaginé que un día iba a estar cerca hasta poder tocarlas".
En ese entonces Miguel tenía apenas 7 años y todo le resultaba gigante, como las mismas barras de hielo que medirían poco menos que él; como las dos cuadras de personas con su bolsa de mandados, que dice que se llegaban a formar en verano desde la esquina de 1º de Mayo y Raúl B. Díaz donde se vendía el hielo por centímetro. En aquel entonces, aprendía sus primeros números con las monedas de centavos con que los clientes del negocio del padre le pagaban el hielo que llegaba en barra desde la "usina" para la venta minorista.
El filtro
Cuando corría el año 1965, a los 19 Hirschfeldt entró a trabajar a la "usina". Todavía hoy, cuando habla de la cooperativa, la lengua lo traiciona y pronuncia "usina" con la firmeza del ronquido de los gigantescos motores-generadores que funcionaban al lado de la fábrica de hielo que fue, en realidad, donde lo pusieron a prueba, como a muchos de los que ingresaron y muchos otros que quedaron afuera. Y es que "la fábrica era el filtro", cuenta Miguel, porque allí, "el que andaba bien, cuando terminaba la temporada entraba a la usina y podía pasar a otro sector".
"Había que producir". Esa era la consigna y el plan de trabajo de cada jornada. En cualquiera de los turnos, durante todo el día, debía garantizarse que hubiera hielo suficiente en las cámaras por si venía alguien a buscar
El trabajo en sí no era duro, asegura Miguel sin falsa modestia y restando toda épica a aquellas jornadas. Es cierto que ahora no lo haría, confiesa, pero en aquellos días, un poco por ese instinto juvenil de desafiar a la vida misma, él y sus compañeros trabajaban en manga corta hasta adentro de las cámaras, donde se apilaban las barras que iban produciendo.
Pero no era sólo eso, el trabajo, lo que probaba a los jóvenes aspirantes. La confiabilidad era una de las condiciones ineludibles. Casi como una travesura, Hirschfeldt cuenta que el dinero que se recaudaba se guardaba en un armario, dentro de unas cajitas rotuladas con el día al que correspondían, y que los fines de semana se acumulaban hasta que las rendían el lunes, sin que nadie se atreviera a tocarlas.
El hombre
Hirschfeldt fue uno de los tantos que aprobó el examen de trabajar en la fábrica de hielo. A los dos años de entrar, lo llevaron para poner en marcha la planta láctea que en aquellos años daba sus primeros pasos. Más tarde pasó al sector de redes y actualmente es jefe de Operaciones y Alumbrado Público de la CPE. A menos de dos años de jubilarse, Miguel ha pasado buena parte de su vida adentro de la cooperativa. Entre otras cosas, vio instalarse los enormes motores de generación de electricidad y vio cómo se los desarmaba cuando ya no hicieron falta; pudo ver las barras de hielo apilarse de a miles, y, también, vio derretirse, con el tiempo, la fábrica en la que se había ganado su puesto en la "usina" cuando apenas era un muchacho.
Con la última pregunta, la fábrica empieza a apagar sus sonidos, las siluetas que mágicamente poblaron el ruinoso edificio se diluyen lentamente y las palomas vuelven a adueñarse de un reino conquistado sin permiso. Entonces Miguel vuelve a tener su edad, su pelo canoso y sus blancos bigotes. ¿Qué es la cooperativa para este hombre? Hirschfeldt intenta explicarlo y la emoción lo frena, le juega una mala pasada, le humedece la mirada y le corta en pedazos cada palabra: "No sé -dice-, no sé cómo explicarlo... Para mí es todo".
Santiago Marzo
“Lamentablemente, cuando uno es joven se equivoca, o lo hacen equivocar o es la falta de experiencia", dice y se queda mudo un instante. Hirschfeldt piensa en Santiago Marzo, se emociona y su voz se entrecorta. "Para mí fue..., no sé, en aquel momento lo veía como un patrón y hoy en día, lo veo muy distinto". El tiempo ha confundido la admiración con el afecto y las anécdotas le parecen elocuentes para explicar lo que siente: "Te digo más: para las fiestas, para el 24 de diciembre, (Santiago) Marzo estaba acá a la par nuestra, recibiendo los vales y haciendo circular gente para que fuera más rápido y eso hay que recalcarlo".
Hirschfeldt guarda celoso un tesoro que se anima a mostrar, como los niños, sin soltarlo de sus manos y recién después de evaluar si puede confiar en su interlocutor: un pequeño papel amarillento escrito a máquina en la que se le agradece el haber colaborado con una cuadrilla de la cooperativa cuando, fuera de su horario, casualmente se los encontró trabajando en la calle y se detuvo para ayudarlos. Parece un hecho menor porque en aquella época era común que él hiciera ese tipo de cosas, sin embargo su dedo índice no ha dejado de señalar un rincón de la hoja en la que bajo una firma de fino trazo, un sello aclara: "Santiago Marzo, Presidente del Consejo de Administración".
La fábrica
El 17 de noviembre de 1941 había sido fundada la fábrica de hielo de la CPE y en su momento de mayor exigencia, 6 empleados en tres turnos hacían trabajar las máquinas durante las 24 horas para garantizar un stock que, a veces, no alcanzaba para la demanda no sólo de Santa Rosa, sino de pueblos vecinos y hasta de Pico.
En realidad, la elaboración de un grupo de barras llevaba entre 12 y 15 horas y era, esencialmente, el mismo proceso que el de los cubitos en un congelador común: los moldes llenos de agua eran colocados en los baños de frío hasta que se congelaban, después se los desmoldaba y se guardaban las barras obtenidas en las dos grandes cámaras térmicas que podían almacenar más de 1200.
En 1978, la fábrica de hielo cerró definitivamente sus puertas y buena parte de su maquinaria fue destinada a la entonces floreciente planta láctea de la cooperativa.
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Historia de la CPE