Nuevo 1° de Octubre es una publicación mensual y gratuita de la CPE.

Juan José Álvarez recorrió con unción las salas de la casa de Neruda en Isla Negra y se abismó en la contemplación del mascarón de proa que desde un rincón contaba su historia en el filamento de sus grietas y en las vetas de la noble madera lacerada por vientos impiadosos.

Publicada en enero de 2002

Cuando Juan se alejó, en el crepúsculo de una jornada fugaz, quedó en sus retinas la imagen del mascarón de proa, solitario y triste. Juan jura que imaginó una lágrima en las mejillas descascaradas y, atrapado por una excitación inefable, elaboró una proclama cuya fragilidad advirtió de inmediato. Una semana más tarde, por esos azares de la vida, la fortuna lo llevó a Italia donde el mascarón lo aguardaba, con las emociones con que se espera a los amigos, en el hall de la soleada exposición romana recién inaugurada en honor al poeta que alguna vez escribió sobre las revanchas.

El día en que Hamlet Lima Quintana dijo lo que dijo, Raquel Pumilla pensó que hay datos insondables, simetrías, rimas del universo, que intervienen y acaso ordenan, quizás con un toque de poesía, nuestras vidas. Hamlet tomó en sus manos el grabado que Raquel le había regalado, feliz de conocer al poeta. Se trataba de un tiraje de autor de tan sólo dos copias impresas en tintas pardas sobre papel elaborado a mano con fibras de pasto puna. Hamlet se demoró una eternidad en los finos trazos y alzó la vista para detenerse en los expectantes ojos oscuros de Raquel.  La luz del atardecer se recostaba sobre aquella mesa de bar de Guatraché que visitaba por vez primera. Luego le contó, con su voz grave y enternecida, lo que había experimentado, unas semanas atrás, en Cuba, cuando contempló la copia restante de ese grabado en una pared de La Habana Vieja.

Los dos hombres cenan frugalmente e inauguran una charla circunstancial. Uno es el gomero de La Adela y el otro un camionero que durante cinco años ha pasado por el lugar sin detenerse hasta que un percance lo obliga a hacer noche. Viene desde el Sur, Caleta Olivia, y falta mucho trayecto hasta llegar a Jujuy. De manera que resulta providencial la hospitalidad. A medida que se internan en la noche la conversación toma otros carriles, más profundos, acaso intrincados. Cuenta Ángel Aimetta que su amigo gomero es hombre laborioso y sufrido. De muy niño perdió su familia y nunca supo del destino de su hermano, de manera que resulta una bendición la compañía de alguien atento y bien dispuesto a compartir cuitas y la vigilia en estas soledades Los ojos le brillan a Ángel cuando cuenta la historia. Al camionero también lo separaron de su hermano y en esta madrugada de La Pampa descubre que lo tiene frente a él.

Rimas del alma. Edgar Morisoli atraviesa una situación tensa. Es una circunstancia ingrata que lo conmueve y exige. No es la primera ni será la última en su vida de hombre sensible y poeta comprometido. No puede evitar lo que pugna por salir y comprime su corazón. En ese momento, lejos de allí, su amigo Guillermo Mareque deja de acariciar la guitarra, queda pensativo y dice a su compañera en un susurro: Edgar... está llorando.

* Juan Carlos Pumilla, escritor.