Hebe Monges era casi pampeana. Nacida en Rosario, afincada en Buenos Aires, su relación con La Pampa comienza con la mudanza a ésta de su hermana Margarita y su cuñado Edgar Morisoli.
Publicada en noviembre de 2017
Más tarde también ella vivió aquí unos años: profesora de Letras, enseñó en la UNLPam en dos períodos (o en uno, entrecortado por el Proceso militar, cuando fue cesanteada). La literatura, en sus clases, no era una materia, sino una vivencia: la literatura era la vida, el prisma a través del cual veía y sentía la vida, sin separación entre la una y la otra. Por eso su mirada resultaba excéntrica; como Don Quijote, cada palabra que decía u oía, cada acto, cada percepción, estaba inscripto sobre un fondo inmenso de sentidos que eran sus lecturas. Y había leído mucho, vaya que sí. O mejor, habría que decir que lo había leído todo. Enciclopedismo se llamaba eso, y en algún momento no sonaba bien.
Fue amiga de Julio Cortázar, el autor con el que ella más se identificaba, pero también de David Viñas, de Ricardo Piglia, de Sabato, ¡fue niñera de los hijos de Paco Urondo!, lamentó desencontrarse una vez con Rodolfo Walsh, supo hacerse pasar por su admirada Sara Gallardo para no pagar una cuenta en un restaurante (andaba seca)…
La escritura siempre fue algo inherente a ella: poemas, cuentos, relatos, sus novelas, garabateos en múltiples y sucesivos cuadernos, y copias a máquina, materiales todos que a menudo descuidaba, extraviaba, no valoraba como para pelear por ellos, por mostrarlos, tratar de publicarlos. Y eso que siempre estuvo ligada a editoriales, para las que escribía prólogos y estudios sobre obras y autores.
Publicó cuentos y poemas en algunas revistas, pero su primera edición autónoma fue una que le regalaron sus sobrinos pampeanos: la de su novela Los amargos naranjos de La Plata, publicada por ATE Santa Rosa en 1998. Más tarde, a instancias de su hijo, publicó el volumen Dulce ecología y otros cuentos (que incluye la fantástica novela breve “Las grandes familias”). Su novela Los dioses inmortales —que había recibido mención honorífica del Fondo Nacional de las Artes en 1991— estaba sin publicar.
Por eso esta edición de Voces es, además de una justicia poética, una gran felicidad, que hay que agradecer fundamentalmente a Alberto Acosta y al cuidado de Eugenio Conchez, que trabajó con abnegación en la corrección de los textos. El volumen que reúne los inéditos Dioses y reedita los Amargos naranjos compone además una fisonomía artística brillante, donde se conjugan humor y poesía, doliente ironía y amor por la vida y la belleza.
Ver también: Los dioses inmortales, esa novelita deliciosa