Un aspecto importante de la cultura de los pueblos americanos es el pensamiento religioso, incluyendo las concepciones cosmogónicas, lo mítico, lo mágico y todo aquello que los maravillara o aterrara por inexplicable, extraordinario o incomprensible. Tal universo metafísico estará siempre presente en sus expresiones y tiene un rol tan decisivo que, en lo artístico, siempre irá sujeto a estos parámetros. El postulado se cumple a rajatabla en cuanto a la denominada “platería pampa”. Esta cosmovisión se expresa en lo formalmente estético —la confección de joyas, abalorios y adornos— y en lo funcional, como la confección de elementos de uso concreto y cotidiano, fundamentalmente en objetos relacionados al uso ecuestre, de indudable influencia hispano-morisca.
Según vestigios arqueológicos, el desarrollo de la metalurgia pampa se remonta a mediados del siglo XVI, periodo en el cual las diversas parcialidades de regionales —sobre todo las trasandinas— consolidaron una economía basada en la apropiación de animales yeguarizos traídos por los europeos, y en la capacidad de adoptar y amansar, con novedosas técnicas, aquellas manadas, reformulando sus usos pensados para las cargas de caballerías de guerra e instrumentos del enemigo europeo.
La platería como distinción en el grupo
Para el originario, en ese trascendental pasaje de caminante a caballero, el armamento se acondicionó a su nueva condición de jinete. Y las prendas de plata del equipo ecuestre y de la propia indumentaria personal fueron un símbolo de poder, de riqueza, de distinción dentro de la propia organización social. Solo lucían esas prendas cuando se engalanaban, ellos y sus caballos, para asistir a parlamentos, ceremonias, encuentros o visitas "de etiqueta". Nunca para salir a maloquear.
Las prendas labradas en plata conferían respeto y distinguían a la casta de los caciques y principales, de los clanes. La ostentación del poder o significación de un hombre se manifestaba también en la joyería del ajuar de sus mujeres, realzada su belleza con el atavío de piezas donde las formas, las graficaciones y coloridos, las incisiones y los estampados, demostraban fineza y singular maestría, que hacen desaparecer toda idea de influencia europea. El tintinear de la joyería en el caminar de las mujeres adquiere así un sabor especial, para transformarse en expresión propia, particular y distintiva.
Con el lucimiento de los adornos personales y ecuestres, el varón “pudiente” —cualquiera fuera su edad o condición— realza su presencia y pierde la tradicional austeridad y sencillez que caracterizaron su modo de vida.
Piezas de “afuera”
Si bien la producción de los plateros fue intensa, fundamentalmente promediando el siglo XIX, documentación de la época prueba que dichos elementos muchas veces llegaron a la región pampeana ya manufacturados. Esto se debía sobre todo al intenso intercambio con los viajeros o comerciantes cristianos, que se internaban en este territorio o deambulaban por la frontera. Hay que considerar también que muchas piezas se hallaban en las tolderías como producto de los saqueos realizados en las poblaciones fronterizas, en periodos de beligerancia. Por el contrario, en épocas de paz entre ambos mundos, era de práctica común que, por determinado servicio, los principales caciques recibieran como obsequio de las autoridades fronterizas, diversas piezas de plata de factura y cuño de reconocidos orfebres criollos —provincianos o metropolitanos— para su atuendo o para uso en el ámbito familiar.
Recordamos, por su peso, valor y perfección, la extraordinaria hebilla de rastra elaborada en plata, con incrustaciones de oro, recibida en 1874 por uno de los caciques Catriel —creo recordar, Cipriano—, luego de haber tomado activa participación a favor del Gobierno Nacional en la intentona de revolución de Mitre de aquel año. La pieza nos impactó por haberla sopesado en mano; formaba parte en aquellos lejanos años 80 que recordamos, de la colección privada del santarroseño don José Paladino Jiménez, y se apreciaba perfectamente el cuño de un orfebre florentino radicado en la ciudad de Buenos Aires, cuyo nombre lamentablemente no recordamos.
Lucio V. Mansilla, en su célebre “Excursión a los indios ranqueles”, hace ligera mención y descripción de ciertos personajes de tierra adentro que cargaban con montaraz garbo exquisitas joyas confeccionadas por renombrados orfebres indígenas de entonces. Fiel a su estilo refinado, el coronel las describe como “más toscas y menos elaboradas” que las de factura hispano criolla. Observador implacable, el coronel advierte las decoraciones sobrias de las prendas indígenas con cincelados sutiles e incisiones apenas marcadas. Con recatado uso del cincelado para marcar semiesferas —en alusión al cultrum—, de acabado mate dado que el pulido final se hacía con tierras tamizadas y ceniza.
Ciertamente, los orfebres rioplatenses desplegaban, desde la colonia, un arte cuya innegable influencia barroca en sus floridas líneas, damasquinados, motivos y contornos, recrean en su concepción y estilística las formas europeas. Adaptadas —eso sí— al medio rural y gauchesco.
Arte singular y negocio rentable
Conocer el número real de plateros indígenas, recuperar sus nombres, saber cuáles fueron los sitios donde montaron sus talleres, conocer su genio e inclinaciones, rescatar alguna pieza de aquellas producidas, son tareas casi imposibles hoy. La información puntual que habla de sus existencias es escasa y muy acotada. La que hay está centrada en unos pocos personajes y dispersa en escritos de todo orden. Solo tangencial y genéricamente se los nombra.
No obstante, resulta interesante repasar algunas particularidades sobre un arte que los caracterizó como pueblo y que, con el advenimiento del nuevo orden y la pérdida de autonomía desde 1880, casi nada quedó de aquel mundo frágil —pero propio— de pactos, caballos y platería; del universo irremediablemente perdido de la orfebrería en las pampas junto al sino trágico de la raza.
El insumo básico usado como materia prima en tierra adentro por los plateros indígenas fueron las corrientes monedas de “plata boliviana”, que conseguían a través del comercio con los habitantes fronterizos durante periodos de paz mercantil, que procuraban sostener por ser menos gravosos que la guerra.
Recurrían a convenios, acuerdos o arreglos para concertar tratados de paz con los gobiernos provinciales, primero, y nacional posteriormente, celebrados con las diferentes parcialidades. De escasa duración en el tiempo, por rupturas desde ambos lados. En ellos se estipulaba la apertura de las fronteras para el comercio de bienes ya tenidos por imprescindibles para la economía indígena. Además, garantizaba el pago de sueldos para los principales personajes de tierra adentro.
Por lo tanto, se puede considerar importante el ingreso de divisas por esta vía. Si observamos los términos del acuerdo firmado por el gobierno nacional en 1872 con los ranqueles de Mariano Rosas, encontraremos 300 pesos fuertes para el pago de sueldo de dos caciques principales, y 400 pesos fuertes para cuatro caciques secundarios. Y seguimos sumando otros 350 para secretarios, lenguaraces y trompas de órdenes, lo que totaliza 1.050 pesos fuertes en concepto de sueldos. La modalidad de pago era trimestral. Traducidos en metal-plata, superan los 270 kilos ingresados periódicamente en el área ranquelina de Leubucó, en La Pampa.
Semejante cantidad era suficiente para mantener con relativo nivel el circuito económico que se generaba en torno a la producción platera. La exigencia de los caciques a la hora del cobro —de raciones, elementos de labranza, semillas, vestimentas y sueldos en diferentes cantones fronterizos adonde se allegaban los representantes o secretarios cacicales al efecto—, era firme y tajante: no aceptaban papel moneda ni onzas de oro. Solo plata boliviana amonedada. Preferentemente las de baja denominación —y gramaje— conocidas popularmente como “vellunas”, que en la tribu no usaban como dinero pero que facilitaba la partición en pequeños montos de monedas para el reparto a cada referente de los clanes aliados, andamiaje del respectivo cacique en los asuntos políticos internos.
Y este monto variaba según fuese el grado de compromiso con los allegados más necesitados. Además, porque estas pequeñas monedas acuñadas en diferentes provincias (poseemos una de medio real de La Rioja), se adaptaban más fácilmente a la dosificación en unidades para la técnica de fundido en crisoles y el posterior martillado para formar la pieza, o para el vaciado de la colada en moldes abiertos o cerrados. Ocasionalmente solían “estirar” el rinde, con algo de cobre, a los efectos del laminado para el enchapado .
Los productos ya manufacturados en las orfebrerías de la arisca patria baya —mates, rastras, cuchillos, espuelas, etc.— fueron llamados, en tierra adentro, “Prendas”; el término abarcaba desde abalorios para adornos femeninos hasta piezas ecuestres para las caballerías o sus jinetes.
Aquellas prendas circulaban con la categoría de un valor monetario según su peso y dimensión, usado para las más variadas transacciones comerciales. Era común que en las estratégicas relaciones clánicas que fundaban el andamiaje de la estructura social, los personajes influyentes sellaran alianzas familiares con otros linajes secundarios, para sostenerse en la supremacía del gobierno de la tribu mediante casamientos pactados de antemano.
Las dotes cobradas o pagadas por la posesión de la mujer a desposar, según fuera padre o novel esposo de la joven en cuestión, consistían invariablemente en una buena cantidad de prendas que variaba según las circunstancias. Generalmente agregaban en el pacto manadas de yeguarizos o piños de ovejas.
Conocemos, luego de años de búsquedas en este tema u otros del mundo cultural de nuestros antecesores —aquellos primeros pampeanos que habitaron nuestra actual geografía provincial—, y por centenares de correspondencias y otros documentos de la época, la realidad y crudeza de la transacción de cautivos de ambos bandos. Las prendas de plata y la hacienda yeguariza como complemento de pago, eran los parámetros para convenir acuerdos y entrega o devolución de personas cautivadas o retenidas.
Para calcular el peso de las prendas realizadas y trabajadas a cincel, martillo, pulidas y labradas por el artesano, y asignarles determinado valor para la transacción, los plateros recurrían a la equivalencia de la pieza con determinado número de monedas y cruzando el tiempo invertido en el laboreo. De manera tal que los pesos de plata y sus fracciones o “vellunos” fijaban la norma para el cálculo. Un peso fuerte en moneda de plata boliviana pesaba una onza española, cuya equivalencia es 27,06 gramos y su pureza o “Ley” de casi 900.
La operación de pesaje se realizaba en una simple balanza de cruz. Cuentan que los más diablos se amañaban para “arreglarla” a su favor. En cuanto a los honorarios para el platero, estos variaban según el prestigio del artista, la prontitud de la entrega y la calidad del trabajo. Equivalía más o menos a la mitad de los pesos fuertes que debían fundir para realizar el trabajo. Cuando el trato por la fabricación incluía también el material, el pago se realizaba con otras transacciones, como haciendas, tejidos o armas. Con lo que un orfebre laborioso y austero, en poco tiempo podía acumular un interesante capital en rebaños de ovejas para el consumo familiar o vacas para comerciar con los que venían de la cordillera a intercambiar vasijas y cañas de colihue —para hacer lanzas—, u otros elementos característicos del lugar de origen de los viajeros.
En cuanto al acopio de ganado equino, el platero tomaba en parte de pago yeguas reproductoras, con el fin de obtener parejeros aptos para las travesías por las pampas o para la guerra. Además, el propietario de una buena cantidad de parejeros y lanzas estaba en condiciones de proveérselos en préstamo a aquellos integrantes más desposeídos del propio clan. Y se ganaba así la adhesión y fidelidad de estos, o la posibilidad de recibir un porcentaje del botín de aquellas fulminantes incursiones a las estancias, proveedoras de haciendas y bienes como ropa, calzado, etc.
En lo que respecta a los implementos de trabajo y herramientas para el uso del platero, se destaca lo exiguo de su inventario, compuesto muchas veces de sus propias creaciones. Solían figurar en correspondencias de la época pedidos concretos de estos elementos, como aquellas modestas “…cuatro limas de mayor a menor, un martillo, alambre de fierro y alumbre y atincar para soldar la plata…”, solicitados por el cacique Epumer en 1872, desde un remoto campamento de un orfebre en el paraje de Telén. Y cerraba con una postdata: “…también le envío con el portador de esta, dos onzas de oro (o sea, 20 pesos fuertes de plata boliviana) para que me las cambie por vellunos de plata, para el trabajo de prendas…”
De una somera conversión de pesos, medidas y valores de la época a los actuales, y suponiendo que el cacique Epumer, con los 540 gramos de plata de las monedas vellunas obtenidas por canje de las onzas citadas, los ocupara para conchabar un trabajo de orfebrería, estaba en condiciones de obtener, por ejemplo, un par de lindos estribos de “arco” o de “campana” y pagar la mano de obra con el excedente de vellunas.
En cuanto a los plateros indígenas, son apenas conocidos —en realidad, nebulosamente recordados— algunos de ellos que trascendieron al olvido y la hecatombe de la raza. En la parcialidad de Calfucurá, en la zona de Salinas Grandes, se mencionaba a un tal Viruhue y al más conocido José Platero, quien por su significación, por su relativa fortuna acopiada en prendas de plata y parejeros disponibles para los malones, pero básicamente por su condición de bilingüe coordinado —hablaba perfectamente el español—, también oficiaba como ocasional intérprete e intermediario entre el cacique y el gobierno de Buenos Aires.
En los toldos de los Catriel era común la residencia de un orfebre criollo del Azul, Juan Leal, a quien le unían lazos de compadrazgo con el cacique. Estaba casado a esa usanza con una bellísima mujer de la tribu. Circulaban algunas anécdotas del gaucho de mucha relevancia entre los catrieleros. Muere fusilado por las tropas militares, en una violenta razzia a la tribu, acusado de convivir con los indios. Un relato de ese hecho puntual deja pistas de las modalidades de acción: “cuando llegamos nosotros, la soldadesca estaba llenando las maletas con toda platería que hallaban a mano en los toldos atacados. Riendas, estribos, frenos, facones, espuelas... todo un bric brac en el cual no faltaban mates, bombillas, aros y adornos de mujeres...”
En la tribu de Coliqueo, desde su radicación en 1861, en el partido bonaerense de General Viamonte —actual ciudad de Los Toldos—, el cacique contaba con su lugarteniente y yerno, Martin Platero, que oficiaba de capitanejo debido a su ascendiente en el grupo por su riqueza. Tal debió haber sido su prestigio como artista que adoptó como apellido el nombre de su oficio. Cabe acotar que Coliqueo y tribu habían vivido más de veinte años en el actual Luan Toro y Loventuel, entre los ranqueles de Pichun —padre de los Baigorrita— y, tentado por promesas de Emilio Mitre, abandona el lugar y se pasa a la cristiandad.
En la misma época y lugar, una hermana de Coliqueo era reconocida por su fineza en la confección de joyas para las mujeres de la tribu. Su predisposición para aquel arte —cuentan— la adquirió en su juventud, de orfebres ranquelinos en inmediaciones del actual Loventuel.
La casi inexistencia en la actualidad de piezas de platería Pampa tiene su origen en 1879, periodo de las últimas campañas militares a La Pampa. En las secciones de avisos de los periódicos metropolitanos abundan las ofertas de venta de “chafalonía pampa” al peso —por onzas— quitada a los aprisionados indios vencidos, despojados y desterrados, u obtenida de enterratorios pampeanos por los soldados que luego las vendían para el refundido, mutándolas en otras piezas elaboradas por plateros metropolitanos.
Sin lugar a dudas, el área con más presencia de artesanos —y de mayor producción de platería— fue la ranquelina. En el archivo de San Luis, se encuentran menciones al platero Guichul —posiblemente Guinchal, hacia el año 1838— como el más avezado en la parcialidad de Pichun Guala. Padre este y posiblemente tío aquel, del famoso Baigorrita, como señalamos más arriba. Para el mismo grupo, también hay menciones a algunas herrerías para la fabricación de frenos, espuelas, lanzas y cuchillos que, “aunque hechas groseramente en fierro son de un temple superior”, según mentaba un ocasional visitante cristiano a los toldos en su informe pormenorizado al gobernador de San Luis.
A menudo los plateros incursionaban en hierro para los menos pudientes. Esta técnica alternativa contemplaba la inclusión de finos hilos de plata en caladuras cinceladas, que lograban un efecto de damasquinado semejante al morisco. En la zona de Carrilobo, el platero Chañuel —o, por nombre cristiano, Jacinto Videla, antepasado ranquelino por excelencia de una difundida familia pampeana vigente en la actualidad—, atendía los interminables pedidos de las indiadas “del Rincón” y aun de gauchos puntanos que se llegaban a su taller.
En el Rincón, paraje próximo a la frontera del río Quinto, acampaba el temido capitanejo Peñaloza, con una muy lucrativa especie de “aduana seca” que cobraba peaje a cuanto caminante pasara. Pertenecía y descendía de la más antigua prosapia del grupo fundador de la etnia en los albores del 1700. Consta en un tratado de paz de esos años el reconocimiento del Rey de España del derecho de uso de esos parajes a su antepasado.
Más al centro de las tolderías, el viejo platero Levignilla competía en calidad y cantidad con su cacique inmediato, Ramón Cabral, del linaje de los Nahuel (tigres), pariente de Peñaloza y platero por excelencia, recordado todavía en La Pampa. Su taller, en un paraje al noreste de la actual Victorica, consistía en un espacioso rancho construido y equipado a la usanza criolla.
Lucio V. Mansilla lo describe detalladamente en su ámbito familiar en 1870, y contribuye a que sea el más conocido de los pocos que registra la memoria popular. En ese sentido lo rescata del olvido Juan Carlos Bustriazo Ortiz, quien le dedica un poema llamado “Indio Platero” en la serie “Zambas del Piedra Juan 1954/59” que integra el libro Canto Quetral -Tomo 1, de Ediciones Amerindia y Editorial Voces.
La ingeniosa fragua ideada y fabricada por el mismo cacique Ramón que describe Mansilla, el conocimiento que demostraba de las herramientas y el hábil manejo de las técnicas de confección, barruntan la idea que debe haber tenido experiencia previa en algún taller de orfebres criollos. Tal vez su condición de mestizo hijo de cautiva, haya facilitado su interacción en alguna villa o población puntana donde solía haber buena vecindad entre criollos y ranqueles.
Y como el desván de Clio* a veces nos depara sorpresas, no sería aventurado explorar esta posibilidad, porque hay ocasiones en que la investigación micro histórica y la profundización de los temas detallando la vida cotidiana, deben librarse a la casualidad. Un escueto documento hallado hace varios años circunstancialmente en San Luis, abonaría la hipótesis y justificaría la empresa de indagación. Pero claro... esa es otra historia.
José Carlos Depetris
Investigador de la historial regional
Nota:
*“El Desván de Clío” se titulaba la columna que León Benarós —historiador, poeta, folklorista— publicaba en la revista "Todo es Historia". En esas columnas solía divulgar hechos insólitos de la historia argentina. En la mitología griega, Clío era la Musa de la historia y la poesía épica.