El padre de Rayén contribuyó con un poema al festival de la memoria que formó parte de las actividades organizadas en Santa Rosa ante un nuevo aniversario de La Noche de los Lápices. El poema fue impreso y ese 16 de setiembre anduvo de mano en mano y de boca en boca. Algunos lo leyeron, otros lo hicieron un bollito y los restantes quedaron en el pavimento, desempleados de emociones.
Publicada en febrero de 2002
A seiscientos kilómetros de allí, en Buenos Aires, media mañana del día siguiente Rayén fue a fotocopiar algunos apuntes y un papel pegado en una pizarra de la librería llamó su atención. ¡Era el poema! Rayen se pregunta, aún hoy, qué extraños y acelerados itinerarios recorrieron esos versos. Se pregunta más: cómo su padre, que a menudo desata sus furias, fue capaz de cautivar al desconocido portador de ese papel náufrago que tan lejos de su destino encontró, al fin, un puerto.
Mauricio cursa los últimos grados de la escuela número 37 y corre por el patio flanqueado por celosos compañeros que lo cuidan y lo alientan. En las paredes del establecimiento todavía resuena, grata y chispeante, la voz de Marcelino Catrón desgranando historias de brújulas y destinos. Mauri es ciego pero ya pocos advierten sus dificultades cuando lo contemplan, desgreñado y feliz, conquistando su meta. No nació ciego, sólo seismesino. Un descuido hizo que permaneciera más de lo debido en la incubadora hasta que su luz apagó. En los recreos se comenta que el responsable de la impericia acaba de tener un niño, ciego.
Santiago Covella es un hombre grande, de cuerpo y alma. Esos dos atributos lo convirtieron en el blanco de la saña de quienes lo martirizaron durante meses en aquellas noches interminables en que la patria descendió a los infiernos. Santiago no guarda odios ni rencores y por eso, se sabe, tan sólo experimentó conmiseración cuando, en una dependencia de la casa de gobierno, se topó con uno, quizás el más cruel, de sus torturadores. El sujeto lo reconoció de inmediato y vaciló, receloso. Con la incomodidad en el semblante, sólo atinó a enjugar el sudor de la frente con el revés del único brazo que le queda.
Esterina Bértoli fue, lo que se dice, una dama fatal. Nacida en Suiza y radicada en Bulnes, edificó una familia que se preserva y aumenta aquí en La Pampa. Su primera muerte, en consecuencia, fue motivo de la congoja general. Cuenta su bisnieto Daniel Bilbao que la "Nona" Esterina era vital y jocunda, seguidora hasta el fanatismo de Boca Juniors. Cuando frustró la tarea del sepulturero su nombre se hizo leyenda en el Sur de Córdoba. Y esa leyenda se acrecentó a límites increíbles cuando murió y revivió por segunda vez para delicia y extrañeza de galenos y comadres. La nona perseveró en sus rutinas con el mismo empeño y alegría que siempre y esa circunstancia redobló el pesar cuando murió por tercera vez, a los 96 años de edad. No fue de muerte natural, fue de accidente: fregaba los pisos cuando tropezó y cayó afortunadamente. Comenta Daniel que cada vez que Riquelme ejecuta alguna maravilla no puede reprimir el gesto de mirar por sobre su hombro.
Los gemelos Piatti fueron, con igual intensidad, desvelo y encanto de maestros y conocidos. Siempre fue azaroso identificarlos y ellos padecieron o se solazaron con esa circunstancia. De tan gemelos emprendían acciones al unísono: a menudo comenzaban, por ejemplo, a silbar la misma melodía sin previo acuerdo. Uno de ellos, Eduardo, que vino a La Pampa hace décadas y quedó atrapado en ella, evoca que alguna vez recibió dos veces el mismo coscorrón por parte de su madre. Sus tíos, por temor al equívoco, rehusaban llamarlos por sus nombres y conforma un capítulo aparte la feliz adolescencia. Algunas veces Eduardo es invadido por la nostalgia. Entonces, silba.
* Juan Carlos Pumilla, escritor.