Pasó casi un año. Entre el vivir y el sobrevivir. Entre el natural miedo ante lo desconocido y la patética manipulación politiquera (de parte de algunos) de la información indispensable que debería promover tranquilidad y no alarmismo social. Los límites nos los puso un virus cuya cepa de perfil letal se desparramó democráticamente por todo el planeta.
“El pesimismo es un asunto de la inteligencia; el optimismo, de la voluntad”.
Antonio Gramsci.
Debo advertirles, alarmado, que el “Covid” se ha encaramando como un verdadero artista, contundente, modelando un profundo cambio cultural. Ni hablar —que es una forma de hablar— de su impacto en el universo del arte y de los y las artistas.
Desde los primeros momentos de esta pandemia, vimos que estar encerrados nos convirtió o nos descubrió como seres con poderes creativos sin precedentes; que ingeniosamente nos empujó a hacer gimnasia, música, teatro, meditación trascendental, horticultura, bricolaje, artes plásticas, alta cocina, expresión corporal, leer, seguir leyendo, arreglar calefones y otras maravillas en apenas diez metros cuadrados. Fue y es buenísimo que viéramos por fin la creatividad que teníamos adentro. “Y Dios vio que todo ello era bueno” (parafraseando a sagradas escrituras como si lo ocurrido fuera un octavo día de la Creación).
También asistimos maravillados desde nuestros escondites a infinidad de recitales y teatro gratuitos, de los más variados autores; a galerías virtuales magníficas; a recorridos de museos; a juntadas de músicos memorables; a libros online, entre otras linduras comodísimas, para disfrutar dentro de nuestros mismos diez metros cuadrados. Y una vez más: “Dios vio que todo ello era bueno”.
Pero claro, como en el paraíso, la felicidad se empecina en ser efímera y cual síntoma del virus, las diversas pantallas, en todas sus variantes, nos fueron privando de olfato, de gusto, de tacto, del buen sonido, con una vista cercada, apretada, detrás de los tapabocas, dejándonos atisbar con aires de resignación lo que livianamente se ha dado en calificar como la “nueva normalidad”.
En otras palabras, esta nueva y horrorosa normalidad, nos priva de encontrarnos en las inauguraciones de muestras y asistir a la obra real; de los pogos en los recitales; de sentir ese olor tan especial de los teatros; del abrazo o de bailar. Valen aquí las palabras de nuestro Roberto Yacomuzzi: “se extraña el cálido aplauso imprescindible como estímulo”, mientras lo veía por televisión con la Banda Sinfónica de la Provincia, durante un recital … sin público.
Mi visión, como artista, pareciera desolada por las circunstancias pero a no desanimarse! Esta etapa, con el paso del tiempo, será un episodio que nos va a dejar mucho para reflexionar y aprender. ¿Nos animaremos? No sé si la humanidad va a mejorar o no —no soy quién para pronosticar semejante dilema— pero sí creo que muchas y muchos apreciamos que los ríos hayan recuperado sus peces, que el agujero de la capa de ozono sea más chico, que la naturaleza al menos por un tiempo se tome respiro de la presión que le imponemos sin miramientos.
En el mundo del arte, vimos gente más creativa que nunca para seguir produciendo y mostrarnos sus obras; nos encontramos (re)descubriendo cuán importante es el espíritu, cantando, pintando, leyendo, pero también compartiendo desde lugares impensables hasta hace muy poco, extrañando y (re)valorizando nuestros afectos.
Desafíos abundan, en realidad siempre fue así pero la sutileza es que se le plantean al planeta entero, al mismo tiempo. Quizás la “nueva normalidad” incluya vivir cuidando al otro, apreciando cada momento compartido o gozando como si fuera el último. Tal vez vivir un poco mejor sea apenas eso. Creo que muchas y muchos artistas hemos tomado nota del punto. Sabemos que no vamos a cambiar al mundo pero podemos aportar desde el arte para que resulte menos sufrible.
Gustavo Gaggero Carozzi es artista y escultor.