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HISTORIAS DE LA PAMPA

La guerra impedía la llegada del carbón a los ferrocarriles ingleses. Corría el año 1917. Se decidió, entonces, que el combustible se obtuviera en los montes de caldén que cubrían buena parte de La Pampa. Fortunato Anzoátegui(1) -propietario, entre otras extensiones que poseía en La Pampa, del establecimiento “Los Surgentes”, de 50 mil hectáreas, en el bajo “Mará”, en cercanías de Guatraché- había vendido diez mil hectáreas de leña al ferrocarril.

Publicada en noviembre de 2004

Se construyó un desvío que penetraba hasta las propias entrañas del caldenal, en busca de esa leña que mantendría activo al jugoso negocio. Entre ochocientos y mil hachadores extraían el combustible. Otros se movilizaban en pequeños carros para llevar la leña a orillas de la vía. Los carruajes mayores, de grandes ruedas y freno, seguían llevando aquella única forma de abrigo a los pueblos. Desde las altas estibas de madera se cargaban los vagones que eran sacados del monte para convertirse en fuerza, en humo y dibujar duelo sobre el cielo de La Pampa.

Uno detrás de otro, anduvieron aquellos trenes, sobre los cuarenta y cinco kilómetros de desvío que unían el obraje con Guatraché y, por los ramales existentes, luego, hacia los centros de acopio y consumo.

En los pueblos ya estaban acostumbrados a recibir la “plata Anzoátegui”. Así pagaba la empresa, después de descontar el agua y las herramientas, y había que gastarlo o ir hasta la sucursal Río Colorado, del Banco de la Nación, a ciento cincuenta kilómetros del obraje.

Andrés Mendoza, un hachador que recién había llegado al establecimiento “Los Surgentes”, no pudo aceptar, desde su conciencia de obrero, aquellas condiciones de trabajo. Pronto descubrió que no era el único. Llegó la huelga y la presentación del pliego de condiciones que la patronal no pudo menos que aceptar. Festejaron aquellos leñadores y Andrés Mendoza así les habló:

“No debéis olvidar compañeros, que también hemos dado nuestro paso en la lucha en pro de la emancipación de la clase trabajadora, mejorando al mismo tiempo un poco más nuestra suerte. Hemos podido comprobar una vez más que, al solo gesto de cruzarnos de brazo, todos sin faltar uno, dejando al monte sumido en el silencio, sin que se sienta la canción que, en concierto, forma la sierra con el choque producido por la maza sobre la cuña de acero; el burgués, no pudiendo suplantarnos, porque éramos fuertes, acepta nuestras proposiciones y volvemos a empuñar el hacha, a hacer renacer dentro del monte, la digna canción del trabajo”.

Don Tito González

Fue justamente, dentro de esta puja, donde se agigantó la figura del maestro. Don Tito González visitaba los toldos cada fin de semana. Se hizo amigo de sus moradores, que veían con simpatía ese gesto de enseñarles a sumar, restar, multiplicar y dividir. De gastar sus noches explicando por qué la leña debía “metrearse” y cuál era el significado de una tonelada.

Los hachadores señalaron errores en las cuentas de las liquidaciones de sus quincenas. Estos reclamos jamás habían existido y no hubo que buscarles explicación demasiado lejos.

Llegó entonces la orden de traslado para el maestro. Sin embargo, Don Tito prefirió quedarse en los toldos de sus amigos, de hachador, como ellos. Así podría seguir enseñándoles. Durante el día darle duro al hacha. De noche revisar las cuentas, corregir...

Tres meses pasaron, hasta que confesó a sus compañeros que ese oficio no era para él. Sus manos estaban destruidas.

Pero en Mará quedaron mil trabajadores revisando cada cuenta, amenazando con el paro. Los acompañaba la fuerza solidaria de aquel bravo maestro que estuvo con ellos en el trabajo, en las huelgas, en las asambleas, discutiendo decisiones. Los acompañaba quien, como tantos otros maestros, supo que su tarea no terminaba en las puertas del aula. Don Tito González se jubiló en la década del 50, como director de una escuela secundaria en la ciudad de Bahía Blanca.

* Escritor y docente

NOTAS

(1) Fortunato Anzoátegui ampliaba su patrimonio como heredero que era del propietario de las tierras que ocupaban prácticamente la totalidad del departamento de Caleu Caleu, unas ciento cincuenta mil hectáreas de monte, vendidas íntegramente a la empresa del ferrocarril. Esta historia está en la memoria de Don Lino Cerquetti, propietario de una pequeña porción de lo que fuera el latifundio de Don Fortunato Anzoátegui, en el valle de Mará.