Cuentan que el jardinero de Darwin no sabía qué pensar de él; "pobre hombre, se detiene frente a una flor amarilla y la contempla durante varios minutos; le haría bien tener algo para hacer", dicen que decía acerca del ahora ilustre naturalista inglés. Sabemos hoy que tras 20 años de observación detenida de organismos y sus partes, por caso una flor, Darwin elaboraría una obra fundamental para la humanidad, Sobre el Origen de las Especies por medio de la Selección Natural. A casi 160 años de su publicación, pocos textos han contribuido tanto a entender por qué hay algo en lugar de nada y ninguno a por qué ese algo es tan diverso.
Publicada en setiembre de 2018
Además de revelar uno de los mecanismos mediante el cual las especies, incluyendo a la nuestra, descienden de otras especies, el conocimiento que generó Darwin resultó en aplicaciones prácticas revolucionarias. La teoría de la selección natural contribuyó a curar enfermedades y aumentar la producción de alimentos, para nombrar solo dos ejemplos de interés general. En ésta, como en tantas otras ocasiones, la ciencia brindó soluciones de enorme importancia sin necesariamente proponérselo —no es posible escapar de una condición natural.
A pesar de la capacidad inherente de la actividad científica para generar conocimiento aplicado, no faltan quienes sostienen que tanto ciencia como tecnología pueden importarse, y por tanto no es necesario que los gobiernos de países como los llamados emergentes inviertan en ellas porque son caras. Existen, por supuesto, otras miradas; Bernardo Houssay, nuestro premio Nobel de Medicina (1947), afirmaba que: "La disyuntiva es clara, o bien se cultiva la ciencia y la investigación y el país es próspero y adelanta, o bien no se la practica debidamente y el país se estanca y retrocede. Los países ricos lo son porque dedican dinero al desarrollo científico-tecnológico y los países pobres lo siguen siendo si no lo hacen. La ciencia no es cara, cara es la ignorancia".
El atajo importador tiene costos más allá de los estrictamente económicos. Renunciar a la generación de pensamiento y conocimiento propios crea dependencia, lo cual mella la autoestima del renunciante. Abandonar el camino de la independencia científica luce particularmente injustificado en sociedades que gozan de abundantes recursos naturales y han invertido considerablemente en la formación intelectual de sus integrantes. Si se poseen recursos tanto naturales como humanos, facilitar o impedir el desarrollo científico parece depender del nivel de conciencia y valentía de quienes toman las decisiones.
El desarrollo científico nace en escuelas, colegios y universidades. En nuestro país, por ejemplo, el principal organismo científico, CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas), se alimenta de egresados universitarios. La sinergia Universidad-CONICET es indisoluble, independientemente de la percepción de propios y extraños. De esto se desprende que variaciones en el presupuesto de uno tienen consecuencias directas y del mismo signo en el del otro. Tal vez sea necesario explicitar que un presupuesto engloba necesidades que exceden al salario; la educación y ciencia de calidad requieren también personal, aulas, laboratorios, oficinas, equipos e insumos igualmente suficientes y dignos. De tanto en tanto aparecen nuevos aficionados a la jardinería con visiones tan reducidas como los presupuestos que proponen para educación y ciencia. A diferencia del de Darwin, sin embargo, éstos son temiblemente poderosos. En nosotros está democratizar ese poder y ponerlo al servicio de la mayoría. A juzgar por la reflexión de Houssay, hace mucho que lo debatimos; ya es tiempo que lo logremos.
*José L. Hierro es profesor en la UNLPam e investigador Científico CONICET