Churrasqueábamos al atardecer con el Rubio Suárez. El puesto, ubicado en un bajo, al costado del camino que va a Puelén y sobre las estribaciones del Cerro Collón, ya había entrado en sombras. La oscuridad atenuaba la pobreza de la casa y de su gente. A la luz del braserío los rostros paisanos –también los nuestros– tenían una expresividad distinta. Unas llamas mandaban temblando hacia atrás la alta figura del Rubio. Yo intuía apenas unas cruces de muertos desconocidos, preciosas en su forja de hierro, que había encontrado en el jarillal, apuntadas por una luna naciente. Sobre la parrilla se demoraba la cabeza del cordero, bocado especial, dejada por unos y otros en atención a las visitas.
Publicada en junio de 2015
–Un tal Moyano –dijo el Rubio, limpiando ceremoniosamente el cuchillo en un pedazo de galleta–. Venido de arriba, hará un par de años. Llegó con su majada y su familia, y levantó el rancho a unas dos leguas del cerro, por allá.
La mano se elevó lentamente, clavándose en un lugar del horizonte que, a no dudarlo, apuntaba al caserío.
–Usted sabe lo que son estas tierras. Falta el agua y apenas los animales pasan de una cierta cantidad ya empiezan a sufrir y más si los años son de seca. Cavar un jagüel no es nada sencillo, con la piedra mora arriba; así que hay que fiarse a lo que uno tenga en las casas y a las aguadas naturales, allá en el cerro. Nos avecinamos sin ningún ruido, pero al tiempo nomás ya se vio que el agua no iba a alcanzar. Hablamos un día que los dos andábamos de recorrida y le expliqué al hombre que, aunque los campos son fiscales, mi familia hacía cincuenta años que poblaba por aquí, por lo que me correspondía tener derecho al agua primero. Me acuerdo que me escuchó en silencio, pitando un armado negro. Después ajustó la cincha –recado de bolsa tenía porque era hombre pobre–, estribó despacio, y desde arriba del caballo me dijo que a él no le parecía así. Me di por entendido. Previne a mis muchachos (y él habrá hecho lo mismo con los suyos) que no hicieran nada porque era asunto de mayores, y así fue. Nada pasó. Hará cosa de unos tres meses venía de campear unas chivas por cerca de la Cueva de la Tigra. Por allí están los charcos y hay buenos pastos. Al salir de entre unas piedras altas nos vimos con Moyano, que estaría a unos cien metros de distancia. Mi bayo se quedó como clavado en medio del cañadón. Sin apuro, pero tampoco lerdo, saqué el revólver y le sacudí dos tiros; vi cómo una bala arrancaba astillas de la piedra que le hacía sombra. El hombre debió tirar casi al mismo tiempo, y juraría que con una pistola veintidós porque el retumbo fue chico.
El Rubio hizo una pausa ante nuestro silencio expectante y después continuó:
–La bala debió rozarme la oreja porque sentí clarito el zumbido, como si una mosca hubiera pasado. Los dos quedamos arma en mano durante unos momentos. Después, como si hubiésemos estado de acuerdo, las volvimos a la cintura, y sin maliciar ni recelarnos, cada cual rumbeó para su casa.
Casualidad o no, desde entonces nos hemos vuelto a cruzar varias veces, pero siempre de lejos.
Y con un dejo admirativo:
–Silbando me pasó el oído, sí señor..., muy buen tiro para ese revólver.
Evoco aquel relato lejos en el tiempo y la distancia, que son lo mismo. Borges, me parece, no hubiera desdeñado incluirlo entre sus historias de valientes inapelables.
Santa Rosa, febrero de 1987
Este cuento forma parte del libro “Once Aguas”, obra de Wálter Cazenave, próxima publicación de Editorial Voces.
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