La iniciativa de la Asociación Pampeana de Escritores, de realizar charlas sobre nuestra historia regional durante setiembre*, nos permitió ejercer dos principios básicos para transitar esta grave situación como región, como país, como comunidad: la solidaridad y la memoria para con el pueblo ranquel, que debió experimentar la suprema tensión de enfrentar la propia desintegración de su cultura y también la disolución de su historia.
Publicada en octubre de 2002
El basamento bibliográfico que existe sobre el tema está fundamentado casualmente, por quienes derrotaron a los indios creyéndose luego con derechos.
Claro, el pesimismo antropológico que condenaba en el Siglo XIX a los indígenas a la extinción por ley fatal de la evolución se hallaba sólidamente afianzado en el imaginario de las elites metropolitanas.
Y en este sentido, hay un caso paradigmático que hoy tiene mucha significación aunque fue un hecho menor en la larga porfía entre indios y cristianos. Fue casi una escaramuza a destiempo, cuando la línea de batalla se había corrido a la Patagonia y en La Pampa ya se había consumado el despojo.
Es el combate de Cochicó. O mejor dicho, los hechos que confluyeron en la jornada de Cochicó, del que se cumplieron 120 años el 19 de agosto.
En 1878 el gobierno nacional debía renovar el tratado de paz firmado con los ranqueles seis años antes. La condición central para la renovación era si no se habían observado quebrantos de parte de los indios a los puntos convenidos. El mismo General Roca debió reconocer que debía realizarse por la fuerza, por no existir ni un motivo en su contra. Se firma la renovación y casi en los mismos días en un suelto del diario La Prensa se desnudaba elocuentemente la perspectiva para los próximos meses en la cuestión indios:
“Estamos como nación empeñados en una contienda de razas en que el indígena lleva sobre sí el tremendo anatema de su desaparición, escrito en nombre de la civilización. Destruyamos, pues, moralmente esa raza, aniquilemos sus resortes y organización política, desaparezca su orden de tribus y si es necesario divídase la familia. Esta raza quebrada y dispersa, acabará por abrazar la causa de la civilización”. Y finalizaba “Las colonias centrales, la Marina, las provincias del norte y del litoral sirven de teatro para realizar este propósito”.
Roca había solicitado ante las Cámaras en 1877 dos años para finiquitar el problema del indio: uno para preparase y otro para ejecutar el plan, conocido luego como La Conquista del Desierto.
Yancamil pertenecía a aquel grupo de personajes influyentes de tierra adentro que sostenían la paz con el cristiano. Hasta se había casado cristianamente a instancias de un franciscano como muestra de voluntad amistosa.
En este contexto se firma el nuevo tratado de paz de 1878, sabiendo de antemano el gobierno que no lo cumpliría.
Así, a los pocos días, un contingente de más de cien guerreros ranquelinos, se dirige a Villa Mercedes de San Luis a cobrar las raciones estipuladas en el pacto. Debían retirar también elementos para labranza, sueldos para los principales caciques, ganado en pie y los denominados “vicios” para el reparto tribal. Iban en son de paz, acompañados de sus mujeres e hijos a disfrutar los beneficios de la tan ansiada paz.
Y aquí aparece la figura de José Gregorio Yancamil como enviado plenipotenciario, representando al cacique general Epumer, su tío. Yancamil pertenecía a aquel grupo de personajes influyentes de tierra adentro que sostenían la paz con el cristiano. Hasta se había casado cristianamente a instancias de un franciscano como muestra de voluntad amistosa.
Llega al frente del grupo y a una legua de Villa Mercedes, en Pozo del Cuadril, donde existía un reten militar de avanzada, son encerrados por las tropas, quedando más de cincuenta lanceros muertos sin poder haberse defendido. Casi la totalidad de los sobrevivientes quedan malamente heridos. Entre ellos, niños y mujeres.
Yancamil queda prisionero y reponiéndose de sus heridas, mientras que las familias integran luego un contingente de prisioneros que son llevados a la zafra tucumana. Tránsito Gil, la mujer de Yancamil y sus dos hijitas también son llevadas. Ninguno de los ranqueles enviados a Tucumán regresó, ya que en poco tiempo desaparecieron embrutecidos por el alcohol, los castigos de sus capataces y las condiciones infrahumanas de explotación en los ingenios.
El extrañamiento de ranqueles a Tucumán y los hechos de Pozo del Cuadril son prácticamente desconocidos en la actualidad, y bien se cuidaron los biógrafos de la conquista de comentar siquiera tamaña traición. Pero el agua tenaz de la verdad siempre halla una fisura para derramarse, y nos explica la mudanza de posición de Yancamil. Perdida su tierra, desaparecida su familia, disperso su pueblo, sintió lo irreparable de la tragedia.
Yancamil queda prisionero y las tropas nacionales ocupan La Pampa a sangre y fuego. Meses después consigue un permiso de las autoridades para la libre circulación en la frontera. De a poco comienza a internarse en La Pampa y con algunos dispersos se establece rumiando venganza en las márgenes del Chadileuvu, más en ánimo de hurto que de guerra. Robaba cuando podía algún caballo para mantener a sus famélicos seguidores.
Se les quitó el idioma como elemento inútil y vergonzante, se rompió la organización social ancestral destribalizando y quitando sentimientos de pertenencia. Se los omitió hasta en los censos oficiales de población.
Mientras tanto se funda Victorica... seis meses más tarde, un lluvioso 19 de agosto de 1882, se consumaba el último hecho de armas de la dilatada guerra al indio en La Pampa.
Los exagerados partes militares magnificaban la jornada. La documentación exhumada recientemente prueba lo contrario, sólo sirven para salvar difusos honores de entorchados estrategas de salón que accionaron con mucha pompa pero sin gloria.
Después vinieron otras formas más sutiles de exterminio en la construcción de un país oficial y aséptico. Desdeñado, olvidado, desplazado a los márgenes de las mejores tierras, el pueblo ranquel debió experimentar nuevos atropellos. Los poderosos tenían que resolver el obstáculo del remanente indígena retardario; había que ciudadanizarlo rápidamente, borrando todo atisbo de indigenismo, enmascarando identidades.
Y se trabajó fuertemente en ese sentido. Se les quitó el idioma como elemento inútil y vergonzante, se rompió la organización social ancestral destribalizando y quitando sentimientos de pertenencia. Se los omitió hasta en los censos oficiales de población.
La traición sistemática sufrida, el doble discurso y la imposición de políticas de felonía desde lejanas metrópolis con la complicidad de la elite vernácula, dio por resultante la transculturación y disolución de aquella sociedad.
Traídos a la actualidad estos ítems, y sumados al deterioro terminal que trajo aparejada la impúdica teoría neoliberal “del derrame” impulsada en la última década, de la que resultó la más formidable destrucción de la salud y la educación pública, la pulverización del trabajo y la producción nacional en todos sus segmentos, y que pareciera que sólo nos deja un abismo por delante, nos obliga a remarcar fuertemente un concepto: los indios de ayer, somos los argentinos de hoy.
Está en todos y cada uno de nosotros tomar plena y real conciencia de esto e impedir que la historia consumada hace cien años se repita, teniéndonos como protagonistas y víctimas.
* José Carlos Depetris. Historiador. Nota realizada en base a su participación en el ciclo “Historias de La Pampa Desconocida”