El parnaso argentino está poblado, gracias a su larga y nutrida historia, de numerosas y diversas figuras; dentro de ese abanico variopinto, y más allá de que, obviamente, las preferencias sobre escritores y estilos varían para cada persona, una voz supo destacar con luz propia a través de la particularidad de su expresión. Este brillo sui generis no le correspondió a otro que a aquel escritor que se identificó a sí mismo como “Almafuerte”. Con el solo hecho de nombrarlo ya incurrimos en una anticipación sobre la persona que hay detrás de la pluma; estamos realizando, en cierta manera, una declaración de su esencia.
Es que los diferentes aspectos a través de los cuales podemos abordar su vida, desde lo humano a lo artístico, funcionan como espejos enfrentados, que se reflejan y se refuerzan en pos de una personalidad por demás cautivante.
La persona, antes de la figura
Detrás del rimbombante alias encontramos a Pedro Bonifacio Palacios. Hijo de Jacinta Rodríguez y de Vicente Palacios, Pedro nace en la localidad de San Justo, provincia de Buenos Aires, allá por el año 1854. Quizás algo de ese seudónimo nacía con él ese mismo 13 de mayo, o al menos empezaba a construirse. Llegado a un seno familiar de muy humildes condiciones, a la temprana edad de cinco años el niño sufre la pérdida de su madre, y en no mucho tiempo más, su padre lo abandonaría dejándolo a merced del cuidado de una tía —a quien Pedro se referiría para siempre como su madre—. En esa casa, sus primeras y posibles lecturas no serían más que las de la biblia y alguna que otra biografía, dato este del cual ya podemos inferir ciertas características que veremos luego aparecer en su arte y en su personalidad.
Desde niño, Palacios demostró una clara vocación pedagógica y artística, rasgos que enriquecería y haría de ellos la divisa de su vida, al punto de que, contando con solo 16 años, dirige una escuela en la localidad de Chacabuco. La primera gran pasión que evidencia, sin embargo, es el dibujo y la pintura, artes en las cuales además destaca, y a tal punto que gestiona ante el gobierno una beca para poder cumplir su sueño de estudiar pintura en Europa, pero esta finalmente le es negada. Ejerce entonces (y se ve obligado también a ejercer, por temas económicos) la docencia durante un tiempo, en la misma escuela que lo había visto crecer. Su experiencia como docente se vería truncada también, más adelante, cuando lo separan del cargo, y hay aquí versiones encontradas del hecho, donde algunas adjudican la destitución a su falta de título habilitante, mientras que otras al tono de sus poemas y sus artículos, los cuales muchas veces eran contrarios al gobierno. A través de los años sumaría experiencia en otras labores, como las de bibliotecario, de periodista y de traductor; pero a todas estas actividades, más externas ellas, Palacios las acompañaba cultivando la literatura, actividad esta, mucho más íntima, y compartida sólo entre sus más cercanos.
El segundo nacimiento
Si, como ya dijimos anteriormente, algo de ese seudónimo nació el mismo día de su llegada al mundo, cierto es también que el devenir de su vida y las características de su personalidad fueron dándole peso y entidad al mismo. Personaje autodidacta, conocido por su carácter explosivo, recordado por sus pares por los frecuentes arrebatos y por su tono apocalíptico y a veces hasta malhablado, no permitía el disentimiento de sus opiniones ni, menos aún, de sus poesías. En el camino de la docencia, Palacios supo salirse del estereotipo de maestro promedio, intentando dejar en sus alumnos un “legado espiritual”. Como periodista, jamás tuvo reparos en lanzar críticas a quien se las mereciera, característica esta que le trajo no pocos enemigos y detractores durante el ejercicio de la actividad, sobre todo de parte los caudillos a los cuales fustigaba con sus artículos y opiniones. En 1890, siendo por entonces director del diario “El Progreso” de La Plata (Bs. As.) y en respuesta y rechazo a las notas de un escritor de un diario oficialista que se hacía llamar “Almaviva”, comienza a publicar artículos con el seudónimo “Almafuerte”, con su habitual tono contestatario al Poder y a los “nobles”. Vale agregar aquí que ya antes Palacios había utilizado otros seudónimos, firmando algunos de sus artículos con nombres como “Lutarco”, “Bonifacio”, “Uriel” y “Juvenal”, por citar los más conocidos.
En la faceta política, si bien Palacios tuvo simpatía y acercamiento con la Unidad Cívica primero, como con el Partido Bonaerense después —aquí, ya en papel de militante—, se mantuvo siempre fiel a su brújula moral, resistiéndose en todo momento a la idea de la actividad política por considerar poco ético que él viviera de los impuestos de la gente.
Almafuerte, el poeta rebelde
Hablar de la obra artística de Almafuerte, hablar de su carácter, y hablar de su vida, son tres caras indisociables, tres vías que confluyen en un mismo destino. La obra de este poeta, pintor, periodista, docente y bibliotecario, como dijimos al comienzo, es toda una declaración de su personalidad y de su postura, donde priman firmes principios morales dispuestos a enfrentar las adversidades que la vida le propuso. Desde ese mensaje y esa declaración para sí mismo (como de hecho, es el primer objeto de todo arte), hace elevar su voz en el intento de que su obra tenga trascendencia, que tenga eco en el otro, ese otro que vive y lucha y sufre como él. Así, hace de sus difíciles experiencias de vida, un canto de fuerza redentora hacia los demás.
Hay en la poesía de Almafuerte un apasionamiento tal que contrasta no solo con los poetas insignes de su época —el modernismo de Lugones, por citar un ejemplo— sino que rompe el molde del vacío oropel retórico, para hablar desde una pasión inusitada por entonces. Cada pieza que crea es una exhortación a soportar y a librarse del yugo que la condición humana impone, y ahí (creo yo) radica su mayor impacto, pues no habla como poeta, sino como apóstol; no hay en el acento de sus palabras el vuelo idílico del literato —figura que él rechazaba— sino que nos habla como un predicador cuyos versos no buscan conmovernos, sino despabilarnos.
Antonio Herrero, amigo del poeta, y en el aniversario de su muerte, nos ayuda a entender la hondura y la certeza que en ese seudónimo palpita, declarando: “Ningún poeta ha visto tan claro como Almafuerte, este problema moral: la necesidad en que se encuentra el hombre de redimirse de la naturaleza, y conquistar su ´Ser Moral´, forjando así, su segunda naturaleza”. Otro grande de las letras argentinas, Jorge Luis Borges, oportunamente le dedicó palabras enormes al poeta, recordando así su primer contacto con la obra de este: “los versos de Almafuerte me revelaron esa tarde que el lenguaje puede ser también una música, una pasión y un sueño”.
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COMO LOS BUEYES
Ser bueno, en mi sentir, es lo más llano
y concilia deber, altruismo y gusto:
con el que pasa lejos, casi adusto,
con el que viene a mi, tierno y humano.
Hallo razón al triste y al insano,
mal que reviente mi pensar robusto;
y en vez de andar buscando lo más justo
hago yunta con otro y soy su hermano.
Sin meterme a Moisés de nuevas leyes,
doy al que pide pan, pan y puchero;
y el honor de salvar al mundo entero
se lo dejo a los genios y a los reyes:
Hago, vuelvo a decir, como los bueyes,
mutualidad de yunta y compañero.
Los años, sin embargo, no le dieron descanso a Palacios, y la vida le siguió proponiendo desafíos y privaciones, ya fuera al negarle la posibilidad de trabajo por causas políticas, ya sumiéndolo en la profunda pobreza. Él, sin embargo, fiel a su divisa de magisterio moral, de sensibilidad y de fortaleza, adopta 5 niños y les comparte lo poco que tiene, de la misma manera que tiende una mano a todo aquel desamparado que viene a tocar su puerta; sigue fustigando a todo “noble” que viene a reclamarlo y, hasta su muerte, es tenido por las generaciones jóvenes como un poeta insigne de la rebeldía. Su obra entera estuvo en todo momento orientada a las masas oprimidas, a esa “chusma de mis amores” como él las llamaba, hablándoles en su crudo estilo con ese aura que sólo la experiencia sabe darle a las palabras, para declamar que el destino áspero debe aceptarse no como un castigo, sino como un peldaño, porque en el obstáculo espera la superación, y en esa superación reside la purificación. De ahí que el poeta rebelde viera en esa masa oprimida y despreciada por los gobiernos y los nobles, una futura raza de superhombres.
Cierre
Almafuerte parece tomar la posta de la divina premisa davinciana: “Moralizar por el arte y por la ciencia; esa es la verdadera tarea a emprender”. Declara al alma como horizonte, a la firmeza por motor, exhorta a la sensibilidad ante el dolor humano y demuestra una pasión irrefrenable ante los obstáculos de la vida. Al frente de ese apostolado, se dirige a su gente oprimida, no para endulzarles el oído, sino mas bien para sacudirlos. Todo en este poeta, hasta el último suspiro, ya postrado en la pobreza de su catre, agregaría letra y peso al seudónimo. Aquel 28 de febrero de 1917, en su humilde casa en La Plata, Pedro B. Palacios daba el último paso mortal, y recobraba nuevo aliento espiritual, al trascender en toda la riqueza de su arte.
Las obras de los grandes artistas poseen la característica distintiva de que, si bien ineludibles hijas de su tiempo, saben también sobreponerse a él, haciendo que su voz pueda oírse en otros tiempos, aún cuando la boca que la pronuncia ha cesado; verdaderas piezas de oro que recobran siempre su brillo, que son siempre actuales, porque han sabido asentarse sobre algo más profundo que lo anecdótico. Volver a releer/descubrir el mensaje de este poeta, es quizás el sentido más importante de esta nota.
Como fue dicho, al nombrar a “Almafuerte” realmente estábamos anticipando la lección moral que creyó necesario transmitir con el ejemplo de su vida y de su obra. La importancia y el alto lugar en que se posiciona este “poeta de las masas” en la historia literaria argentina, se debe, por sobre todas las cosas, a que todo arte, más allá de lo inmediatamente estético, lleva siempre consigo el perfume del sentimiento que lo ha generado.