La expresión que titula este artículo pertenece a Águeda Franco, escritora y amiga de Teresa. La dijo mientras la miraba a los ojos con una dulce sonrisa, sintetizando el ambiente de emociones compartidas que se materializó en Los Pioneros, esa tardecita del viernes 28 de octubre. Teresa Pérez, anfitriona y receptora de tanto cariño colectivo, agradecida, quería saludar a cada invitado e invitada que respondió a la convocatoria de la Editorial Voces para la presentación de su libro de poemas y relatos.
Apenas unos minutos antes que Águeda, Omar Lobos —prologuista de esta primera edición de “De las hachadas”— había exaltado la obra y particularmente el estilo de Teresa. Estos poemas y relatos escritos lo conducen a exclamar: “Cuánta innata humanidad para escribir todo esto a los diecisiete años”.
Sin embargo, avanza en las continuidades que encuentra, independientemente de las edades y etapas de la escritora: “Si hay una nota dominante en su poesía es el impulso musical del verso. El verso de Teresa tiende al arte mayor, es decir, no le alcanzan los períodos breves. Hay endecasílabos, dodecasílabos, alejandrinos, pero, sobre todo, lo más importante allí es el movimiento de la palabra en el poema, una fuerza que empuja la frase y que desborda el verso, que rechaza los puntos y las comas y se abandona al continuo de la melodía”.
Para Omar, “esa energía en el discurrir, ingenua por momentos, quizá desmañada a veces, revela no obstante la temprana madera de poeta (porque no es una jovencita que escribe, es una poeta que escribe): el lenguaje, tal como lo aprendemos, lo heredamos, es demasiado encorsetado, burocrático, adocenado, no alcanza para decir de verdad, por eso Teresa pareciera soltarlo, librarlo, y que el lenguaje haga: “Me pregunto qué regresabas”, “Decime en qué otoño morías madera”, “Decime en qué triste llamaste tu leño”.
Para Águeda “Teresa nació poeta”. Aquellos textos de la adolescente Teresa, que retratan vivencias reales, duras, dolorosas experiencias familiares, con sus momentos únicos e inolvidables de alegrías y tristezas, donde confluyen vínculos afectivos, rezuman calidad literaria.
Dice Teresa: “pertenezco a una familia que trabajaba en un obraje no de hombres solos. En el caso de mi familia, tanto materna como paterna, son familias enteras, no hombres solos. Los chicos cuando tenían 9 o 10 años ya salían a hachar. Los menores, nenes o nenas, hacían los rollizos. Mi tía Gloria que vive en Buenos Aires, tiraba de la sierra y del otro lado tiraba Elba, su hermanita, y entre las dos iban serruchando los troncos que estaban en el suelo, que ya habían volteado los grandes. Tiraban una de cada extremo de la sierra, profundizaban la hendidura, y ese pedazo de tronco se convertía en rollizo”.
En esas charlas Teresa se remonta a los orígenes españoles del abuelo Pedro Pérez que llegó desde Lugo, primero a los cafetales de Brasil, luego a Buenos Aires, donde fue bolsero en el puerto mientras vivía en un conventillo, y después a La Pampa, y tuvo un montón de hijos que eran todos mano de obra en el monte. Y a su abuela puntana Ramona Jofré, que encabezaba “un matriarcado de hacheros, porque ella era muy buena hachadora, hachaba el triple que el marido”.
Sus padres se casaron en Hucal. Hubo dos hermanitos varones que morirían antes de que ella naciera, y la compra del abuelo de un horno de ladrillos —“gracias al dinero ahorrado con las básculas de Perón”— en lo que hoy es el Barrio Escondido, en Santa Rosa. Allí nació Teresa. Pero en los inviernos la familia volvía al monte, y entre el horno y el monte se fue criando junto con sus hermanas hasta llegar a los dieciséis años.
Ese mundo del monte vivenciado en primera persona, que recorre su sangre y su biografía, es lo que Teresa transforma en poemas, mientras hacía la secundaria. Leía a Rulfo, a Miguel Ángel Asturias, a Jorge Amado. “No sé por qué nunca se animó a publicarlos —dice Omar—. Es cierto, los extravió mucho tiempo, hasta que los recuperó. Pero no quiso volver a revisarlos, a leerlos. Tal vez haya cifrada en ellos demasiada historia familiar dolorosa. Finalmente aceptó el desafío de su publicación”.
Omar destacó que la publicación se materializó gracias al entusiasmo de Alberto Acosta —responsable de Editorial Voces—, quien leyó el libro y no dudó en acometer la edición, tanto más cuanto que en el catálogo de la editorial no tenían aún nada de Teresa (y, convengamos, es un galardón). Teresa, cuando se le informó, no lo podía creer, no podía creer que este temprano e íntimo libro llegara por fin a puerto, circulara entre el público lector, se soltara por fin de sus manos e hiciera su propia vida.
“Leo y releo estos poemas —dice Lobos— y me gana su música. Y a través de ella afloran los sentidos de algunos versos que parecían primero un poco extraños, o caprichosos, o se intuye, ahora sí, la alusión biográfica. ‘De las hachadas’ es un libro para demorarse, para degustar su lenguaje pulpa de memorias duras, a pesar de los jóvenes años a los que la autora lo escribió. Y desgarradamente amoroso. Mucha comprensión y hondo amor a los suyos había en esa niña, que los abraza y vuelve a abrazar en estos versos. Por eso sus poemas son a la vez un orgulloso y enternecido tributo a su linaje”.
[Si después del alba tal vez se pudiera…]
amar con las manos olor a madera
y saber qué niño me vuelve de golpe
en todos los niños que fueron conmigo,
y saber qué hachero me llora en silencio
en todos los hombres que lloran conmigo.
(Extracto del poema "Todos los hacheros que lloran conmigo")