Ellos apuestan todo y pueden quedar en la ruina. No vacilan en mentir y hasta en robar para obtener unos pesos y volver a jugar. Incluso pueden llegar a quitarse la vida cuando las deudas los acorralan. Ellos son los jugadores compulsivos. En esta nota, un puñado de apostadores en el Casino Club y una entrevista a un coordinador santarroseño de Jugadores Anónimos.
Publicada en abril de 2005
En este rincón del mundo hay estrellas doradas sobre un techo azul, un gordo que grita que por qué no sale el 23, dos borrachos que se dan ánimo mutuamente, más estrellas de esas doradas, miles y miles de luces, un muñeco de cowboy con sombrero y todo eso que supuestamente tienen los cowboys que triunfan en Las Vegas, una, dos, dieciséis mesas de ruletas, tres reidoras que se han librado de sus maridos pero no de sus billeteras, un par de caras largas, y yo, apostando. Estoy en el Casino Club.
-Lo importante acá es saber controlarse- me dice uno, que llamaré El Flaco. Está acodado en una mesa de ruleta y habla y habla, pero creo que sólo porque ya perdió sus últimos 50 pesos. Definitivamente me da charla por si le doy lástima y le regalo un par de fichas de 10 pesos. Pero yo sólo pregunto, escucho y juego.
-¿Todos los días venís?
-Casi. ¿Y vos?- me dice El Flaco, de negro pelo largo, barba candado y los ojos desorbitados.
-Casi nunca. ¿Ganás o perdés?
-Gano y pierdo. Hoy perdí 50 pesos. Pero anoche gané unos 70 pesos en la ruleta.
- ¿Y cuál es la clave?
- Acá hay que controlarse. Si no hay control, te pelan.
-¿Vos te has quedado sin nada?
-Ehhh... -balbucea no muy convencido-. No todavía. Pero tengo un conocido que está perdiendo como loco y ya sacó cinco créditos de esos a sola firma. Todo para pagar deudas y venir a jugar- dice, y yo pienso que parece que él es ese conocido.
Un gordo con unos enormes bigotes arriba de una gran sonrisa está gritando. Él ha ganado. A su lado, los amigotes borrachos miran. No a él. Están en la mesa de póquer y miran con cara de borrachos a las chicas. Y parecen contentos.
-Estamos hechos- me dice uno-. Che, ¿no viste a mi amigo?- pregunta.
-Está a tú lado- le contesto.
-Ah, gracias- dice, y se pierden por ahí. Yo también.
Veinte preguntas
Víctor tiene tres hijos, una casa, algunos pelos en su cabeza, una esposa, un auto, un documento que dice que nació hace 57 años, unas cuatro décadas de apostador empedernido y la tarea de coordinar a una agrupación de Jugadores Anónimos de Santa Rosa.
“¿Has faltado alguna vez al trabajo debido al juego?¿Has jugado alguna vez para obtener dinero para pagar deudas o resolver problemas financieros? ¿Pediste prestado alguna vez para financiar tu afición a jugar? ¿Alguna vez has cometido o has pensado cometer un acto ilegal para financiar tu afición a jugar?”. Estas son sólo algunas de las famosas Veinte Preguntas, así se llaman, que le harán a cualquier apostador que se acerque a un cualquier grupo de Jugadores Anónimos en cualquier lugar del mundo. Si responde por el sí en siete de esas veinte, definitivamente es un jugador compulsivo. Víctor, ahora riendo en su casa, dice que respondió las veinte por el sí cuando se acercó a uno de estos grupos en Buenos Aires.
Víctor es el creador y el coordinador de una filial de Jugadores Anónimos, denominada Nueva Esperanza, que funciona en una parroquia ubicada en la intersección de La Rioja y Neuquén, en Santa Rosa. Allí concurren nueve personas que hablan y discuten sobre su enfermedad, y festejan, con torta, velitas y todo, cada mes que llevan de abstinencia.
-¿Cuándo empezó a jugar?
-Desde muy chico. Desde que yo ganaba mi plata trabajando, a los doce años, en una panadería, ya jugaba a la quiniela clandestina.
-Si bien usted siempre jugó, ¿cuándo empezó su drama?
-Todo lo que tenemos en mi familia nos costó mucho trabajo. Pero en los últimos tiempos, como consecuencia de que mi señora se quedó sin trabajo y uno de nuestros hijos estaba estudiando en Buenos Aires, tuve que vender un auto 0 Km porque no podía pagar una cuota del vehículo de 300 pesos. Y bueno, ahí tuve la “genial idea” de ir al casino para obtener plata, y ahí empecé a perder.
-¿Cómo es un jugador compulsivo?
-Hay mucha gente que va a jugar al casino y que sabe medirse. Va, por ejemplo, con 30 pesos, pierde eso y no vuelve. Pero el jugador compulsivo va con 30 pesos y si pierde regresa a la casa y trae al casino 50 pesos. Y si tiene que joder a alguno para tener la plata, va y lo jode. Le pide prestado a un amigo, a un hermano o a un tío...
-¿Y qué le dice: “dame plata que voy al casino”?
-No. Primero y principal el jugador compulsivo es un mentiroso total. Va a inventar cualquier cosa con tal de conseguir el dinero. Y va a cometer ilícitos hasta en el trabajo, si es posible.
-¿Y usted qué inventaba?
-Por ejemplo, que no tenía plata para enviarle a mi hijo que estaba estudiando en Buenos Aires. Pero hay otros que inventan que tienen un hijo enfermo y cosas así. En mi caso, me pareció que le iba a ganar al casino. Pero no. Saqué préstamos en todos lados y llegó un momento que no podía pagar más. Hasta le pedí a gente que presta dinero en el mismo casino, obviamente de manera ilegal.
-¿Y cómo los identifica a esos prestamistas que están en el casino?
-Ellos son los que te encuentran. Ellos están mirando y saben quién perdió. Y, por ejemplo, te dan 200 y al mes hay que devolverles 250.
-¿Lo llegaron a apretar para pagar?
-Sí. Y ahí fue cuando se enteró mi señora que yo estaba jugando mi sueldo. Además, empezaron a llover las cartas documentos de las casas financieras.
Una zombi por ahí
Esta señora, a la que llamaremos La Abuela, sí que habla. Que esta máquina no paga nada. Que la de allá menos. Que si sigo así se me va la jubilación. Que sale, que sale, que sale, que no... Que hay que tener mucho cuidado en qué maquinita te sentás, que hay días que mejor ni venir, que yo me traigo una virgencita que me protege y que qué mirás, me dice ahora La Abuela, de, digamos, unos 70 años, algo flaca, con un vestido floreado estilo medio mamarracho, huesuda, desgarbada, de uñas y labios pintados y con un Marlboro en la mano.
-Parece que hoy no tiene suerte.
-Pero voy a ganar- asegura-. Ya que estás, ¿me hacés el favor y te quedás cuidando la máquina mía que voy a comprarme más fichas?- dice sin dar tiempo de respuesta, saca unos 30 pesos de la cartera y se pierde por unos segundos. Arriba de la silla queda la cartera. Una cartera negra de cuero y con olor a cuero. La imagino llena de dinero. Pero no, no debe tener nada, después pienso. Esta es una abuela jubilada que cobra, digamos, 500 o 600 pesos y que despunta el vicio a la tarde en las máquinas tragamonedas. Como tantas otras. La Abuela vuelve. Yo le quiero dar charla. Pero no. Ahora, no me da ni la hora. Está como una zombi frente a la máquina. Ahora lo sé. Ella sólo le estaba hablando a la máquina.
Siempre adicto
Víctor lo recuerda como si fuera hoy. Está en una calle de tierra, detrás del Tiro Federal, y tiene una pistola en la mano derecha. Se la lleva a la sien y va a gatillar. Parece no importarle nada. Le debe a medio mundo y quiere que su familia deje de sufrir, pero sabe que empeorará las cosas. Y no sólo dejará solos a su esposa e hijos, sino que les dejará deudas. Por miles de pesos. Vuelve a su casa y pide ayuda. Finalmente, aconsejado por su esposa, acude a Jugadores Anónimos en Buenos Aires.
Fue hace unos años cuando el juego lo llevó a querer matarse. Pero no culpa a nadie. “Casinos hay en todos lados. Están para promocionar el turismo. Y hay gente que sabe ir a pasar el rato, y hay jugadores compulsivos que van y se juegan todo. No creo que los casinos sean malos. Es más, dan trabajo a mucha gente. Lo malo es el jugador compulsivo. Y los hay de todas las condiciones. Desde desocupados a profesionales. Si no hubiese estado el casino, tal vez esa gente se volcaría a jugar a otra cosa. A los caballos, a la quiniela o a lo que fuere”, dice Víctor.
-¿Tiene miedo de caer de vuelta?
-Sí. Siempre voy a convivir con ese miedo.
Un perdedor
El Flaco que me cuenta historias de hacendados de Victorica y de Quemú y de Pico que vienen, a veces, con 20 mil ó 30 mil pesos encima, ruido de tragamonedas, dos escaleras mecánicas, un barbudo cincuentón que gana y gana en las maquinitas y yo que tampoco.
Más allá hay una puerta con un dibujito de un hombre. Adentro, cinco o seis mingitorios, cuatro inodoros, un montón de espejos y mucho olor a lavandina. Me encierro y al lado de un inodoro tomo apuntes en un papel. Cosa de no olvidar detalles. Apuntes de El Flaco, de La Abuela. Salgo y el muñeco vestido de cowboy sigue festejando, allá arriba, encima de un montón de tragamonedas, rodeado de monedas. Es el muñeco del casino y el casino sí que tiene para festejar.
Ahora estoy en la ruleta y voy ganando y me imagino que si sigo así voy a ser la envidia de la familia Pérez Companc. Trato de conversar con alguien más, pero a todos estos sólo les importa jugar. Son otros zombis y decido irme. Adentro el tiempo parece congelarse y semeja un día eterno. Pero es de noche.
Pese a que he ganado 20 pesos, unos veinte pesos recién estrenados con la cara de enojado de don Juan Manuel de Rosas, salgo puteando por lo bajo. Es que el tal Víctor me ha dicho que a esta crónica la leerán en las reuniones con el resto de los jugadores compulsivos. ¿A algunos de estos fulanos no les dará ganas de volver a jugar si escribo que gano? Tal vez, pienso. Bueno, pero si gano no lo mencionaré y si pierdo a nadie le importará. Igual pego la vuelta y compro fichas con el billete de don Juan Manuel. Gano otra vez. Sigo jugando y, tres minutos después, llega el fin. Pierdo todo y parezco feliz. Los dos borrachos vuelven a entrar.
Un encuentro
Las reuniones del grupo de Jugadores Anónimos Nueva Esperanza -creado el 8 de septiembre de 2004, por sugerencia del cura Ricardo Ermesino- se llevan a cabo todos los miércoles, a las 21.30 horas, en el salón de la parroquia Sagrada Familia, en Neuquén 745, Santa Rosa.
Jugadores Anónimos es un grupo de hombres y mujeres que comparten mutuamente la experiencia, la fuerza y la esperanza de que ellos pueden resolver su común problema y ayudar a otros a recuperarse del problema del juego. El único requisito para ser miembro es el deseo de dejar de jugar. El propósito fundamental es detener el juego y ayudar a que otros jugadores compulsivos hagan lo mismo.
*Sergio Romano es periodista