Entre 1901 y 1911 existió “Mariano Miró”, un pueblito forjado frente a la estación del tren del ramal Ferrocarril Oeste que unía Retiro y Mendoza. Ubicado entre los que hoy son Hilario Lagos y Sarah, en el límite norte pampeano con Provincia de Córdoba, Miró desapareció sin dejar rastros. La documentalista piquense Franca González, conjugó investigación propia y bellas imágenes, para reafirmar el derecho a saber, a desenterrar del olvido una partecita de nuestra historia.
Publicada en setiembre de 2018
Unos chicos de una escuela rural, junto a su maestra, encontraron hace cuatro años restos que con muy buen criterio presentaron más tarde en la Feria Provincial de Ciencias. Después llegaron historiadores, arqueólogos de la UBA y curiosos. “Nací en General Pico, viví, estudié y tengo familia ahí; cómo nunca había escuchado nada de Mariano Miró!” dice Franca González, quien se planteó realizar su quinto documental desde ese enigma y desde su voluntad férrea de transformar en cine una historia que la desafíe.
Según datos confirmados, en 1905 Miró tenía 495 habitantes y un intenso trajín comercial. Junto a los galpones que amontonaban las cosechas de aquellos inmigrantes pobres, venidos del Piemonte italiano, que arrendaban unas pocas hectáreas al terrateniente lugareño, un tal Santamarina, funcionaron un almacén de ramos generales, una herrería, dos fondas, una carnicería, una panadería y hasta un hotel. De golpe, los Santamarina les exigieron que se vayan. Ese exilio generó otros dos parajes, Aguas Buenas (después Hilario Lagos) y Alta Italia.
Aquel sueño sufrió la muerte súbita porque echaron a los chacareros. El misterio —y en todo caso el afán de respuesta— que persigue Franca en “Miró, las huellas del olvido”, es: ¿por qué desapareció de la memoria? Nadie, o casi nadie, mencionaba a Miró, salvo por la estación de tren. Este viaje cinematográfico al pasado, cargado de poesía, expone indicios de lo que fue y pudo ser y que sin embargo se frustró.
Sin límites
Amamos el buen cine, ese que nos emociona sin golpes bajos ni manipulación. La pampeana Franca González, productora, guionista, directora, es la maga que cocina a fuego lento este entramado de nostalgia y misterio. Sabe cómo hacerlo. Cuando terminó la secundaria soñaba con conocer París. Trabajó en el canal 4 de televisión piquense para pagarse esa experiencia que logró concretar. “Me fascinó pero volví, quería estudiar en la universidad y nuestro país sigue siendo uno de los pocos del mundo donde es posible, aunque no tengas los medios económicos”. Estudió Artes en la UBA.
Su nuevo destino, a principios de los 90, fue Santa Rosa donde profundizó sus conocimientos junto al realizador Juan Carlos Gerardo. “Le agradezco infinitamente a Juan su condición de maestro y la libertad para crear; ya me gustaba el tema documental pero no le terminaba de encontrar la forma”. De regreso en Buenos Aires, donde vive desde entonces, fue encontrando la respuesta, su propio estilo.
“Atrás de la vía” (2006), su ópera prima, le significó el premio a mejor dirección del VI Festival de Cine de Tandil. “Liniers, el trazo simple de las cosas” (2010), sobre el talentoso dibujante, fue uno de los cinco mejores documentales del premio Sur de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Argentina. Ganó el primer premio cine documental del Festival de San Juan, y compitió en varios festivales internacionales.
No sirve encasillar el arte pero ¿qué te atrapa del cine documental por sobre el cine de ficción?
Lo que tiene de rico el cine documental es que no tiene límites, como sí la ficción. El documental es un desafío constante. En principio tenés una idea concreta donde el tema no es lo más importante sino lo que querés decir a través de eso, la mirada que tenés. Algo nos orienta pero la realidad suele desarmar todo desde el primer día; eso obliga a una capacidad de adaptación y transformación de tus propios objetivos —aún en medio del rodaje— que a mí me parece maravillosa. Una película documental se termina de construir absolutamente en el montaje final, eso es un campo increíble de creación.
Durante 2014 estrenó otros dos documentales: “Tótem” (2013), que cuenta la historia de un artista canadiense escultor y tallador de cedro rojo, arte aprendido de sus ancestros del pueblo originario Kwaquitl (Vancouver), y “Al fin del mundo” (2014), que expone una particular lucha de los habitantes de Tolhuin (Tierra del Fuego).
¿Qué define el estilo de un director?
El cine ha cambiado sus paradigmas. El proyecto más pequeño debe tener un gran trabajo profesional, no amateur, creo que eso define parte del estilo. Otro punto: una película intimista no necesita un equipo de quince personas detrás tuyo. Para el documental de Tolhuin viví allá los inviernos de 2009 hasta 2012, y durante el rodaje estuve prácticamente dos meses en el lugar. Creo que las elecciones estéticas y narrativas definen el estilo.
Franca ha logrado reconocimiento defendiendo un estilo: “Porqué no hacer un documental con una estructura dramática, con una línea narrativa que se cuestione todo el tiempo el límite con la ficción. Si tengo un discurso y una textura cinematográfica, por qué no poder contar una historia. Me rompió la cabeza conocer a documentalistas canadienses con una mirada de autor; me dije por qué yo no! Alejándome del documental televisivo, de investigación, creo que hay una evolución sobre todo en mis búsquedas internas. No es que esté en contra de ese estilo sino que intenté cambiar el discurso, cambiar la forma narrativa”.
¿Cuando la obra está terminada se la vuelve a revisar?
Trabajo muchísimo, casi hasta el hartazgo, durante la realización. La muestro mientras se va haciendo a personas de distintas edades y gustos, pero una vez terminada ya está. La vida continúa, la película terminó.
Admira a los belgas Jean Pierre y Luc Dardenne, al francés Raymond Depardon, y entre los argentinos a Gustavo Fontán. Su pasión por el documental no la hace cuestionar el llamado cine comercial. “Como espectadora me dejo llevar, me divierto, me relajo, no estoy preocupada dónde está la cámara o cosas así; y como directora admiro a quienes —como Damián Szifrón— pueden combinar elementos para hacer un buen cine y que vayan miles de personas”.
El universo del cine es complejo y competitivo. “Siento que me he ganado un espacio, que hay respeto entre mis pares y de quienes son parte de la crítica, y de la industria cinematográfica desde otros lugares… eso está bueno”, reconoce entre risas.