Incendios, derrames, sequías, contaminación, intoxicación de seres humanos y no humanos por químicos y deshechos; el cambio climático, entre otros, ilustra las crisis suscitadas en torno a una explotación extractiva sostenida en el tiempo, sin dar respiro ni posibilidad de recomposición al ambiente.
Hablar de “recursos” responde a una visión de la naturaleza como un elemento que está allí para ser explotado por la especie humana. En cambio, si consideramos al ser humano parte de un ámbito de convivencia entre especies en territorios diversos, deberíamos hablar de elementos comunes e integrados. Esto no significa pensar en armonías ni miradas ingenuas —históricamente el ser humano se valió de su entorno para la existencia—; pero una cosa son las luchas y adaptaciones entre esos convivientes y otra, distinta, la explotación magnificada del hombre sobre su entorno.
Políticas públicas
En medio de estas disputas de poder sobre los territorios y los elementos que dan sostén de vida a sus poblaciones, se menean las políticas públicas y el accionar desde otros sectores —por ejemplo, empresariales—, en distintas escalas. Cuando más que nunca se hace indispensable el equilibrio ambiental, en Argentina, las políticas oficiales sostienen un modelo extractivo de la naturaleza —agua, minerales, bosques y suelos— y esto repercute directamente en una diversidad de problemas.
Hay mucha investigación que aborda la cuestión y demuestra que un modelo moderno de desarrollo y progreso a costa del sacrificio de bosques, ríos y humedades, que recurre a tecnologías diversas como deforestaciones, represas o explotaciones hidrocarburíferas, conlleva indefectiblemente a la transformación y descomposición del ambiente.
Ecuaciones negativas
Podemos dar numerosos ejemplos para entender la ecuación negativa que el extractivismo sobre la naturaleza ocasiona a los territorios y al conjunto de la sociedad.
Los casos de la explotación hidráulica en Argentina son fehacientes. La construcción, en 1947, de la represa El Nihuil —luego complejo hidroeléctrico Los Nihuiles, en el sur de la provincia de Mendoza— encajonando el río Atuel como afluente inferior de la cuenca Desaguadero-Salado-Chadileuvú-Curacó, ocasionó, junto a factores previos y posteriores de modificaciones climáticas, el desecamiento de los bañados del Atuel en territorio pampeano. Esto provocó transformaciones negativas diversas: daños ambientales irreversibles, alteraciones en la flora y fauna, salinización de suelos, etcétera. Y, por ende, un cambio que llevó al éxodo poblacional, obligando a la población que persistió en la zona a adaptaciones productivas y culturales en sus modos de vida.
Los investigadores Yacoub, Duarte y Boelens (2015) califican la construcción de represas hidroeléctricas como proyectos tecnocráticos contradictorios, ya que mientras se atiende la demanda de servicios productivos de sectores urbanos, se despoja de agua a comunidades campesinas que precisan el elemento para la subsistencia y sus prácticas cotidianas. Esos despojos son tanto de trabajo como en el sentido cultural del vínculo de los pueblos con ríos, humedales y territorios. Afirman los autores que se “generan daños hidroecológicos y sociales que tienen implicaciones en diferentes escalas”.
Otro ejemplo del perjuicio ambiental y social de los extractivismos lo constituye la intensificación y expansión agrícola en vastas regiones de las provincias de Chaco, Salta, Santa Fe, La Pampa, Córdoba y Buenos Aires, donde la deforestación de bosques para cumplir con esos fines genera erosión de suelos, sequías e incendios, así como modificación de la flora y fauna autóctonas. Esto, sin considerar los cambios en los modos de producción y prácticas sociales de comunidades urbanas y campesinas. Hablar de “pueblos fumigados” no es un slogan del movimiento social contra el uso de agroquímicos perjudiciales para la salud humana y no humana; es un hecho concreto de una afectación socioambiental catastrófica.
Leyes sin justicia
En términos generales, políticas ambientales recientes —tanto nacionales como provinciales— ilustran que el modelo sigue siendo extractivo. La apariencia de que algo se cambia para no cambiar nada, es moneda corriente.
La Constitución Nacional de 1994, en su artículo 41, señala que “todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras; y tienen el deber de preservarlo”.
Entre la letra escrita y las políticas públicas que con reglamentación consecuente debieran ejecutar el mandato, pueden haber grandes distancias. Dicho de otro modo, leyes nuevas en pos de una defensa del ambiente no garantizan justicias socioambientales.
Un ejemplo del incumplimiento de estas garantías legales que debieran tener su correlato en políticas públicas reales, es la contaminación reiterada de la cuenca Matanza-Riachuelo en provincia y ciudad de Buenos Aires. Allí, sucesivos gobiernos, a pesar de haber creado normativas y organismos para la reconstitución (Acumar), no han logrado revertir la demostrada contaminación por plomo y su afectación en más del cuarenta por ciento de las poblaciones que residen en zonas adyacentes al área.
Otro caso: Argentina sigue permitiendo el uso del glifosato —autorizado desde 1996—, a pesar de los estudios científicos y ejemplos sobre las consecuencias perjudiciales sobre la salud. La Organización Mundial de la Salud incorporó el herbicida en la lista de sustancias probablemente carcinógenas para humanos, y numerosos países —entre ellos Estados Unidos, Canadá, España, Inglaterra, Nueva Zelanda— lo prohíben. Sin embargo, la muerte y malformaciones por enfermedades ocasionadas por el uso de este y otros químicos en la gran región agrícola del país —cada vez más expandida— no son prueba suficiente para que los gobiernos, junto a otros grupos de poder, cedan ante la ganancia que otorga la renta agrícola.
Vías de escape
El movimiento social ambiental del país, junto a otros colectivos han logrado poner la voz de alarma frente a un modelo agotado. La pandemia actual es un llamado de atención, a pesar de que “las alertas acerca del carácter antropogénico de los patógenos zoonóticos ya existían antes de la aparición, a finales de 2019, del virus SARS-CoV-2” (van Aert, P. et al, 2021). Las tierras desecadas en Argentina alertan sobre una acción desmedida del ser humano en el ambiente, en tanto la flora y fauna nativa extinguida por incendios es otro signo del modelo extractivo vigente. El primer año de la pandemia, el país registró un millón ciento diez mil hectáreas quemadas o el 0,30 por ciento de su superficie total y tenemos este 2022 los incendios de Corrientes que arrasaron con 935 mil hectáreas al 21 de febrero pasado. Ante este caso, los gobiernos dieron respuestas lentas y sin sintonía con la protección y cuidado ambiental.
Desde las madres de Ituzaingó (Córdoba) en lucha contra el modelo de producción agroindustrial de la soja; a las marchas de vecinos y ambientalistas de Gualeguaychú (Entre Ríos) contra la instalación de pasteras; pasando por las luchas en defensa del agua y contra la minería a cielo abierto de Chubut, Mendoza, Catamarca y San Juan o el reciente “atlanticazo” en oposición a la explotación petrolera en mar argentino, la conciencia social ambiental alerta que con la naturaleza sólo podemos convivir tomados de la mano en pos de la preservación común. Los extractivismos despojan materialmente a la naturaleza mientras destruyen formas de ser y estar en el mundo que buscan otro tipo de supervivencia, expresadas en propuestas como la agroecología o la generación de energías alternativas.
Falsas dicotomías
La ecuación “preservación del ambiente versus desarrollo” es falsa, sostenida por grupos de poder que construyeron estados nación coloniales sobre la explotación y continúan, desde una concepción neoliberal del capitalismo, su sed de ganancia. Svampa y Viale (2014) diferencian extractivismo de neoextractivismo para Latinoamérica. El primero, se asocia a procesos de colonización y conformación del Estado-Nación. En el segundo, se materializa la acumulación por desposesión (definición del autor marxista David Harvey) a través de una dinámica de “despojo y concentración de tierras, recursos y territorios que tiene a las grandes corporaciones —en una alianza multiescalar con los diferentes gobiernos— como actores principales” (Svampa y Viale, 2014: p. 15).
En el libro “Toda ecología es política. Las luchas por el derecho al ambiente en busca de alternativas de mundo”, Gabriela Merlisnky (Siglo XXI, 2021) retoma a Karl Polanyi para expresar que la actual gran crisis originada por el capitalismo se sostiene en la transformación de lo común en mercadería ficticia: “La función económica es una entre varias funciones vitales de la tierra. Otorga estabilidad a la vida humana, es lugar de su vivienda, es la condición de su seguridad física; es el paisaje y las estaciones. Y, sin embargo, separar a la tierra de los hombres y organizar a la sociedad de manera de satisfacer las necesidades de un mercado de tierras fue una parte vital del concepto utópico de la economía de mercado” (Polanyi, 2003: 178, en Merlinsky, 2021: 170).
La investigadora argentina propone aprender de los activismos ambientales, dado que en ellos “hay un lazo esencial entre esas luchas y la posibilidad de recuperar, renovar, sanar y reponer lo común”.
La visión ancestral de los pueblos originarios sobre la tierra como “madre” (pachamama) es la de una casa que nos permite tomar lo imprescindible para la alimentación y el crecimiento en armonía con el entorno, y requiere luego acciones de reconstitución y devolución. La visión capitalista se ríe de esta mirada, que considera ingenua o idealista. Pandemias, transformaciones climáticas por efectos antropogénicos, extinción de especies animales, enfermedades y desaparición de diversos “recursos”, emergen luego para mostrarnos cómo las catástrofes ríen último y mejor.
*Andrea D'Atri es Dra. en Ciencias Sociales.
Periodista, docente e investigadora (UNLPam). Coordinadora del Grupo de Trabajo “Conflictos ambientales, extractivismos e imaginarios” de la Red Iberoamericana de Investigación en Imaginarios y Representaciones (RIIR).