Hasta entrada la década del 60 nadie se sorprendía al ver los caballos de los carros volcadores atados a la puerta en la calle Escalante, aún de tierra. Hoy, más de medio siglo después, si no es por un par de bicicletas con el canasto lleno de herramientas y alguno que otro auto o camioneta con los claros signos de duras jornadas de trabajo, pocos se imaginan que tras esas puertas modestas, sobrevive uno de los rincones que ha servido de encuentro a generaciones de santarroseños: "el boliche de Adam".
Publicada en abril de 2013
La historia empezó en 1948, cuando Jorge Leonart llegó a Santa Rosa y puso una despensa en la calle Escalante entre Centeno y Ayala, bien en frente del viejo caserón que se haría famoso por uno de sus dueños, el abogado Agustín Nores Martínez, pionero en la cría de perros dogos y también uno de los cabecillas civiles del levantamiento cívico-militar contra la dictadura de la Libertadora, el 9 de junio de 1956. Cuando Don Jorge decidió agregar como anexo un lugar para tomar algo, no imaginaba que, con el tiempo, poco a poco sería ése el principal motivo de asistencia para su clientela. Aún así, la despensa duró bastante, pero cuando murió Jorge, Adam se hizo cargo del boliche y aún hoy lo atiende con la ayuda de su hijo Jorge, la tercera generación.
El bar nunca tuvo nombre. Por eso pasó de conocerse como el “boliche del ruso” cuando lo atendía Don Jorge, a “el boliche de Adam”, cuando pasó a manos de su hijo que se llama así. Han cambiado muchísimas cosas. Casi todo. Pero el boliche sigue siendo el mismo punto de encuentro, para tomarse una copa, charlar un rato y jugar a los naipes que hace más de 60 años cuando abrió sus puertas en el mismo lugar. "En la vereda -recuerda Adam- había unas argollas y un eje de sulky donde ataban los caballos los carros volcadores con tres caballos, que compraban bolsas cementinas y afrecho en el molino. Era toda gente trabajadora -remarca- que de pasada paraba a tomarse algo y seguir". Mientras de fondo se siente el sonido de un vaso llenándose para el próximo trago, el bolichero se jacta que también ahora su clientela es gente de trabajo y que, si alguno arma lío, él mismo lo corta en seco: “yo los marco de entrada -dice-, cuando son bochincheros los rajo, sin la policía ni nada, yo nunca hice meter preso a nadie”.
Un sobreviviente
El boliche de Adam es uno de los pocos sobrevivientes en su género. Ya era antiguo cuando otros, también famosos, recién abrían sus puertas. Y fueron muchos: solamente por su zona estaban los legendarios bares de Don Adolfo con sus mesas de pool en Villegas y Don Bosco, y “El chispazo”, en Uruguay y González. Ahora, los conocedores afirman que quedan sólo tres más en la ciudad: el de Tatino y el de Adriana, en Zona Norte, y el de González, atrás de la cancha de All Boys.
De todos modos, en general los clientes suelen ser fieles a su boliche, incluso a su mesa, a su horario; casi no pasa un día sin que se den su vuelta. Omar es uno de ellos. “Es una rutina", cuenta y entre risas afirma: "acá deja de trabajar la gente y dice: '¿a dónde vamos? Y… a la farmacia'. Y la farmacia es el boliche de Adam”.
Faltando uno u otro, el lugar tiene una treintena de clientes fijos, muchos de los cuales llevan años encontrándose en algún momento del día. “Acá si no venís te ponen falta sin aviso… ¡y después tenés que pagar!”, acota desde atrás otro parroquiano mientras Omar trata de dar testimonio. Los demás festejan la ocurrencia de quien señalan como el portador del último chiste, el animador de cada encuentro. “Hay gente que viene a la mañana o la tardecita y otros que vienen a la nochecita -retoma Omar-, se toman su cerveza, su picadita, sus anécdotas…”
Algunos llegaron de la mano de sus padres y, muertos estos, ellos siguieron viniendo. En el mostrador, Jorge, el hijo de Adam, anota prolijamente al lado de un nombre en una libreta, la consumición que se fía sólo a aquellos que han demostrado ser dignos de tal confianza.
Un mundo de varones
Cualquiera de los conocidos que entra es saludado y festejado y no es extraño que de arranque se ligue una cargada que recibe con afecto. Es un mundo masculino, sin dudas, pero buena parte de las conversaciones comprenden a la mujer: a veces desde la queja, otras desde la confesión de un lamento o un sentimiento que cuesta que aflore en otros lados. Los parroquianos insisten en que, en general, sus esposas no les cuestionan su paso por el boliche y entienden que es el lugar donde se encuentran con sus amigos. “Y… acá te relajás, viste -explica Omar-. Estás con los amigos conversando, charlando, por ahí se prende a un partido de truco, de mus, de chinchón… todo eso te da esto, otros no lo tienen a esto”.
Sin embargo, también hubo algunas que no lo vieron tan así, sobre todo cuando alguno por hacer escala en el boliche se olvidaba de visitar su casa y decidieron ponerle los puntos en claro. Adam aún se acuerda de un hornero que, después de tres días sin aparecer en la casa, la mujer lo vino a buscar al boliche, lo sacó a la calle y lo tiró al piso. “Lo rasguñó todo, pobre hombre. Y yo le dije: '¿cómo no llevaste la plata a tu casa para la leche, la comida?'”.
Rincón del tiempo
El boliche de Adam parece una isla del pasado que persiste en el presente. Sus dos ambientes están exactamente igual que en la década del 60: el mismo mostrador, las mismas mesas y uno sospecha que hasta las mismas botellas en las que se fracciona el vino de las damajuanas y los platitos donde se sirve la típica picada de mortadela, queso y aceitunas.
Sobre las mesas más grandes, un mazo de cartas ajadas se asoma de una lata de sardinas a la espera de que se le animen a una partida por el trago o la cerveza. Dentro de la lata, porotos blancos y negros para anotar los puntos.
No es difícil darse cuenta de qué tiene de diferente este boliche de lo que sus clientes llaman “confiterías”, las del centro. Al pasar la puerta da lo mismo haber llegado a pie, en una bici oxidada o en un cero kilómetro.
“Hay mucha diferencia… -cuenta Omar-, en una confitería vos te sentás en una mesa y vas a charlar con los que fuiste, nada más; en cambio acá charlás con todos; los conocés a todos. Siempre tenés un chiste nuevo, un cuento, una anécdota, un suceso que pasó en el día… acá te enterás de todo”.
Es por eso, por el placer del encuentro o por la sensación de refugio, que a pesar de muchos lo vean desde el prejuicio, para los parroquianos como Omar, la historia pasa por otro lado: "Y… si venís al boliche te dicen borracho, es así…, pero vos vas allá al centro a tomar una cerveza y la vas a tomar solo, te cobran 20 o 25 pesos; en cambio venís acá la vas a tomar con 20 amigos que están acá y son 15 pesos y charlás de todo, de fútbol, de mujeres, de todo… menos de política porque si no, ya vienen las discusiones, entonces eso no se toca”.