Un grupo de docentes y estudiantes de la UNLPam buscó recuperar los conocimientos sociales de un productor de ladrillos artesanales representativo de la localidad de Toay, que desarrolla prácticas ancestrales en las afueras de la ciudad, en predios del parque industrial ubicado sobre la ruta provincial Nº 9, a unos mil metros de la avenida Perón.
Con saberes heredados entre generaciones, los y las horneras utilizan recursos locales en el proceso de elaboración de ladrillo, que comienza con la búsqueda de “tierra negra”, es decir, el raspado de la capa más superficial del suelo que contiene en su estructura un determinado contenido de materia orgánica. Acceden a esta tierra arcillosa, con permisos municipales, en terrenos fiscales cercanos al Autódromo Provincial, a pocos kilómetros de donde están ubicados los hornos.
La preparación
Luego de transportarse hasta el horno, la tierra es esparcida en una especie de “masa circular” a la que se le agrega una proporción de bosta de caballo, aserrín y agua, con el objetivo de obtener un ladrillo más resistente y de mejor calidad. La bosta aporta más elasticidad a la masa, es un elemento ligante que se obtiene de explotaciones equinas locales de manera gratuita. El aserrín también se consigue en los aserraderos locales.
De este modo, comienza un amasado con una rueda de fabricación casera que consiste en un cilindro con paletas y un eje central, el cual se conecta a un eje central (pivot) que es impulsado por un vehículo. Años atrás era arrastrado por caballos, una tradición que se transmitía entre generaciones. Esto significaba un gran esfuerzo, ya que debían girar en forma continua durante horas, y dependiendo también de las condiciones climáticas. Además, el hecho de usar tracción a sangre obligaba a garantizar el mantenimiento, cuidado y reproducción de los caballos. Desde la perspectiva de Gastón Páez, hornero de Toay, “un gran avance productivo fue la mecanización, cambiar la tracción a sangre por las camionetas”.
Una vez que se finaliza esta tarea, se procede al moldeado de la mezcla. Se utilizan moldes de madera y de aluminio, realizados por carpinteros locales. El primer paso consiste en mojar los moldes con agua y se colocan sobre una tabla de madera, luego se rellenan con material, por último, se procede al desmolde del material, que ya posee forma de bloque, sobre la “cancha”, mediante un movimiento rápido y contundente para evitar la deformación de los ladrillos. Sucesivamente se arman filas de ladrillos desmoldados cubriendo toda la superficie de la denominada “cancha” y se va registrando la cantidad elaborada.
En función de la temperatura, humedad y vientos se dejan secar en posición horizontal. Una vez secos, se los apila y se los deja estacionar un tiempo más para secar la “cara” del ladrillo crudo que estaba en el suelo, dependiendo también de los factores ambientales. La ubicación de los ladrillos en pilas de hasta un metro y medio tiene una posición calculada para que se “aireen” y no se rompan.
Para el momento del armado y quema de los ladrillos se necesita leña de caldén que servirá de combustible durante toda la cocción. Algunos obtienen la leña que le provee un conocido del paraje Cachirulo, a quien se le paga con ladrillos, mediante un sistema de trueque. Esta práctica continúa siendo muy común en la economía informal, en la que se reconocen elementos de solidaridad entre vecinos, familiares y agentes productivos diversos.
La quema
Según la cantidad de ladrillos a quemar será el tamaño del horno y sus hornallas; generalmente se acumulan ladrillos para crear un horno de seis bocas. La ubicación del horno está acorde a los vientos dominantes para que contribuyan a la combustión y el mantenimiento de la temperatura. Los ladrillos crudos se colocan cuidadosamente en el horno con un método singular que evita que se caigan y que permite la circulación del oxígeno para que combustione la leña.
Una vez levantadas las hornallas se revoca el horno exteriormente; primero se coloca alrededor de los bloques “crudos” una capa de ladrillos de segunda (de la horneada anterior), y luego se lo revoca con barro. Este “enrafado” logra el efecto de “horno” que permite alcanzar los mil grados centígrados y evitar fugas excesivas de temperatura.
Se arman primero las “fogatas” con leña gruesa y fina, a partir de la cual se apilan los bloques de manera tal que el calor suba lentamente hacia las partes altas ya que de lo contrario se “escaparía el fuego”. Una vez iniciada la quema, el proceso demandará atención permanente durante las primeras veinticuatro horas para mantener la intensidad del fuego, ya que si se reduce la temperatura se dificultará avivarlo, los ladrillos no terminarán debidamente quemados y serán de segunda selección.
Pasadas las veinticuatro horas, se comienza a descender gradualmente la temperatura, pero se mantiene encendido hasta cuatro días, hasta que finalmente la hornalla se apaga y se obtienen los ladrillos cocidos. La “quema” significa la conclusión de una etapa, y conforma un ritual singular en el que participa toda la familia. Luego del primer día de quema, donde ya la fogata“prendió”, la familia se reúne en torno a un fogón en el que se intercambia comida asada y se acompaña a quienes cuidan el horno, hasta avanzada la noche. En ese ritual participan, niños, jóvenes y ancianos.
La comercialización
Una vez horneados, los ladrillos quedan apilados allí hasta que se comercialicen y se distribuyan. Se clasifican en “primera” y “segunda” selección, dependiendo de la calidad y grado de cocción. El modo de venta es in situ: los clientes se acercan al sitio de producción. Si bien el productor fija un precio para el producto (por cada mil ladrillos, aunque el número puede cambiarse), se recurre al “regateo”, una negociación del valor entre el productor y el cliente, dependiendo de la cantidad, entre otros factores.
Una vez realizada la venta, la distribución está a cargo del productor, quien hace el flete y descarga de los ladrillos. Una novedad en este eslabón del circuito productivo es la utilización de las redes sociales para la publicidad y promoción de su producción.
Existe la creencia de que el problema de los productores locales de ladrillo es la competencia con los productos provenientes de Mendoza. De acuerdo con los testimonios de los horneros de Toay, los ladrillos mendocinos vienen a complementar la insuficiencia en la oferta de los ladrillos locales porque en Santa Rosa y Toay no se produce una cantidad suficiente como para abastecer la demanda total.
La elaboración de ladrillos requiere de saberes prácticos y populares transmitidos de manera oral, recursos naturales-antrópicos e insumos obtenidos en la localidad o en el entorno rural cercano, además de lazos sociales y relaciones vinculares que posibilitan el desarrollo de esta actividad productiva.
Históricamente, los horneros tradicionales han sido considerados, en su arista comercial, como actores funcionales e indispensables del mercado de la construcción. Sin embargo, aparecen como sujetos invisibilizados en relación a sus prácticas productivas y conocimientos sobre el proceso productivo de ladrillos, de allí este trabajo de visibilización de su tarea. Porque la Universidad Pública, como mediadora cultural, es parte de la colectividad y en su complejidad y pluralidad, es también constructora y transformadora de la realidad.
*María Eugenia Comerci es Docente e investigadora de la UNLPam/CONICET.
Federico Schoenfeld es Docente e investigador de la UNLPam.