Elvira esconde bien sus años detrás de esa mesa larga desde la que ofrece sus pastelitos dulces y una sonrisa generosa. Desempleada, como gran parte quienes adelante y atrás de las tablas abarrotadas de productos, encontraron una veta en una economía que exprime bolsillos y se empecina en estrujar la dignidad, Elvira llegó a la Feria del Trueque hace cinco meses de la mano de una amiga: "Me dijo dos o tres veces, pero no me animaba, hasta que un día vine y me encantó. Ahora voy a todos lados". Todos lados son los casi 20 nodos que funcionan diariamente en distintos barrios.
Publicada en febrero de 2002
Elvira se está haciendo su casa, y ese "su", que en realidad es un "mi", lo pronuncia desde el alma, desde el orgullo de una persona a la que quisieron convencerla de que con su edad tenía ya poco para aportar. Hoy produce la comida que alimentará muchas otras bocas. Los pastelitos de Elvira se convierten en ladrillos del barrio Los Hornos y también en los muebles que vestirán sus habitaciones.
Javier tiene 18 años y muchos aros en el cuerpo. No es difícil adivinar su especialidad: las artesanías. La suya fue una salida pues no podía venderle sus trabajos a los artesanos que ya tenían sus aros. En la feria no había y le fue bien. "Hay que rebuscarla de alguna manera, por lo menos para la comida". Javier vive con sus padres y desde hace 3 meses, cuando empezó a participar de esto que llama "una movida con buena onda", aporta buena parte de la comida que se consume en su casa. "No me interesa vender los aros por plata. Yo al material lo compro con plata, pero a los aros los vendo por créditos".
Jubilada, Victoria es una mujer que a su arribo de Córdoba, aunque vive con su hija, estaba prácticamente sola y encerrada en la casa. Para ella, la feria se convirtió en un ámbito donde relacionarse con otros, ayudar y encontrar ayuda y, cosa importante para esta mujer conversadora, charlar con quienes se fueron transformando en sus nuevos amigos. Hace cosa de un año trajo sus primeros productos sin demasiado entusiasmo y después de la insistencia de su yerno que ya estaba participando. "Vine y me gustó. Salí de mi casa, ya no estaba encerrada". Fue variando para no aburrirse: ofrece empanadas y dulces cocinados con sus propias manos orgullosas. "Todos los días está esta olla que hierve con todo", para poder llevar sus productos a las ferias de la ciudad porque, cuenta Victoria, "no me pierdo una".
"Llévese la plantita, señora, que es barata y le va a aguantar mucho", le sugiere Rubén a la mujer que duda. Su meticulosa explicación sobre el cuidado y la atención de ese plantín que estira sus raíces en un vaso de plástico, termina de convencerla. "Para mí es una alegría enorme y tengo una clientela hermosa", dice Rubén que, en los ratos libres que le deja su trabajo, se hizo jardinero y, sin que le signifique carga alguna, produce las plantas que presenta en la feria. Cuando termina de trocar por créditos alguna de sus plantas, empieza a recorrer los puestos para conseguir la comida que llevará ese día a su hogar. Rubén tiene trabajo y se siente un privilegiado entre los muchos que sufren la penuria del desempleo. Sin embargo el trueque se transformó en una pieza clave de la economía de su hogar, porque de esta manera los pocos pesos que entran a su casa se destinan a los gastos fijos como el alquiler, la luz, el gas y los impuestos. Pero es, además, el lugar donde, con su familia, advierten que poseen algo para dar. Y para recibir.
Estas voces son sólo algunas de las que se funden en el rumor incesante de las ferias, apenas interrumpido por los avisos en los altoparlantes de una improvisada propaladora. Detrás se resumen las historias de vida de quienes llegaron a la feria más con desesperanza y a veces desesperación; hoy hablan lo que sus manos pueden ofrecer a los demás, de cómo sin un peso en el bolsillo sus hijos pueden seguir alimentándose y vestirse y de los amigos con los que se encuentran en distintos barrios.
Pero también se suman las voces, cada vez más numerosas, de profesionales, personas de oficios antes bien remunerados. Algunos llegaron a la feria intentando frenar la caída en picada de su economía familiar. Otros atraídos más por la posibilidad de dar una mano.
Todos reviven a diario una de las prácticas sociales más antiguas de la humanidad: la feria; en la que, como en botica, se puede encontrar de todo, desde comida, ropa, libros, artesanías y plantas, hasta servicios de plomería, herrería, odontología, pediatría, arquitectura, remises y cadetería.
La red global
Millares de personas redescubren lo que la "modernización" de las sociedades y las economías, bajo el nombre de "globalización", había sepultado con su enciclopedia de individualismo, sus manuales de competencia y sus fórmulas del éxito: las ferias populares como espacio de intercambio de mercancía y de vivencias.
Los nodos de Santa Rosa, como los que funcionan en otras localidades, son parte de la Red Global del Trueque, creada en 1995 en Bernal, provincia de Buenos Aires, por un grupo de ecologistas del programa de Autosuficiencia Regional. Desde entonces, la red se extendió a más de 1.500 nodos desde Ushuaia a La Quiaca y del Atlántico a la Cordillera, en los que participan más de 700 mil personas. El fenómeno crece integrando a nuevos "prosumidores", como se denominan a sí mismos los socios: mitad productores, mitad consumidores.
En la feria no se admite ninguna otra moneda que no sea el "crédito": un ticket numerado e impreso en el nivel central de la red, bajo estrictas normas de seguridad para evitar falsificaciones que, lamentan los coordinadores, ya las hubo. Todos los intercambios deben efectuarse en créditos y los productos tienen que respetar normas de calidad y de higiene, lo cual, en el caso de las comidas (el producto de mayor presencia en las ferias), implica que deban presentarse en bandejas envueltas, con etiquetas en las que conste el nombre de quien la manufacturó, fecha de elaboración, ingredientes y precio.
Pese a que las ferias se guían por un claro interés solidario, la Red no avanza como un espacio que cuestione la economía tradicional sino como un complemento de la misma. Así, los precios de los productos se fijan de acuerdo con la oferta y la demanda, aunque se insiste en que no pueden superar el valor que tienen en pesos en el mercado. Las "avivadas", confiesan los organizadores, siempre existen, pero por ahora, es la misma gente la que puede frenarlas y preservar el carácter solidario de la iniciativa.