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ÁGUEDA FRANCO RECUERDA A JUAN JOSÉ SENA

Hay seres que son extraordinarios. Justamente por eso no pueden apegarse a las normas, usos y costumbres de las personas ordinarias. Con “ordinarias”  quiero decir comunes, sin ninguna intención peyorativa.

Publicada en mayo de 2018

Estos seres difíciles de encasillar pasan parte de sus vidas intentando encajar en el mundo. Después de incontables fracasos, dan vuelta la ecuación y deciden que el mundo debe amoldarse a ellos. Se salen de la norma, se rebelan. Asumen como una bandera ser diferentes al resto.

Juan José Sena fue mi amigo en la última etapa de mi adolescencia. Era difícil, fascinante. Era su propio personaje: marginal , brillante, provocador. Capaz de desovillar madrugadas hablando sin parar, hipnotizando a su ocasional auditorio, dejando el tiempo en suspenso con el vaivén de sus historias.

¿De dónde le vino la habilidad para contar? Tal vez de escuchar las conversaciones de los adultos cuando la familia viajaba desde Pico para reunirse en Rancul con abuelos, tíos, primos. Tal vez su propia incomodidad con el mundo lo llevó a inventar universos propios, donde él decidiera el destino de sus criaturas. Lo cierto es que logró algo que le quita el sueño a más de un escritor: narrar por escrito con la misma intensidad envolvente de las historias contadas en torno al fuego. Su oralidad y su escritura tienen la misma magia. Atrapan, encantan, envuelven. Llevan al oyente/lector a ese microcosmos tan propio, donde en un entramado complejo, lleno de sombras y algún fugaz destello, se debaten los personajes.

Apenas me instalé en Gral. Pico, conocí a Juanjo Sena. Yo escribía poemas que no enseñaba a nadie. Al fondo de su casa tenía un cuartito que había acondicionado para recibir a sus amigos y que llamaba Ruca Mará. Me hizo sentar en un cajón y me ordenó: leé. Yo tenía 18 años. Temblando y sin levantar los ojos leí algunos poemas. Me hizo observaciones sobre la adjetivación, insistió en que participara en certámenes. Luego formamos un grupo literario – nos prestaron las instalaciones de lo que había sido la vieja usina para nuestras reuniones -publicamos una revista muy modesta , intentamos un programa de radio...

Me hizo ver que el escritor debe conocer el valor de su obra, y exigir respeto por la misma.Y que a la obra literaria hay que dedicarle toda la vida.

Conocí sus cambios de humor, sus furias, ese pasaje del amor al odio sin escalas intermedias. Podía ser muy cruel (a veces con quienes más lo ayudaron o amaron), erigirse como un dios impiadoso y vengar supuestas ofensas, con escándalos incluidos. También lo he visto llorar alguna tarde de domingo, como la criatura más sola y desamparada de la tierra.

Los últimos años sufrió un gran deterioro su salud. Vivía entre la basura, acumulaba hasta las bandejas con las viandas de todo el mes. Amigas y amigos – y a veces también personal del municipio- iban a limpiar su casa. Pero Juanjo les ganaba por cansancio: en cinco minutos todo volvía a estar como antes, cajas, cáscaras de fruta, restos de yerba, papeles , inundando el espacio.

Creó hasta el final. Lo que nunca perdió fue la convicción de su tarea de escritor. Y la capacidad de transformar la realidad: te abría la puerta de su casa con un gesto de emperador benévolo, te hacía pasar como si una alfombra de terciopelo cubriera el suelo, y te envolvía en un relato que hacía desaparecer la mugre, la enfermedad y la pobreza.

Yo quiero recordarlo como Jean le fou, el loco, como le gustaba llamarse en la época en que fuimos muy cercanos. Así aparece en este poema, junto a otros personajes entrañables, marcado a fuego en el final de mi adolescencia.

La usina vieja

 Era en el tiempo del ermitaño.
No puedo precisar día o misterio.
En el regazo de la usina vieja nos fuimos congregando
la rubia pizpireta de ojos claros
Jean le fou en el esplendor de su locura
Grisha la gris existencial y trágica
Bernabé verdulero surrealista
que repartía bollos al que ofendiera su sexualidad
Graciela justiciera defensora de pobres y alienados
yo, juliete grecó tardía transplantada a los médanos.

A veces desde Monte Nievas
venía un poeta que no tocaba el suelo
envuelto en un poncho escarlata.
Un secretario de Cultura que recibía mensajes de Ganímides
nos visitaba por las tardes.
Carlos enardecido dibujaba
y de sus ojos salía fuego verde.
En el patio había sótanos al aire
catacumbas abiertas donde encontramos perlas
tripas de maquinarias engranajes y caños.
Pintados con esmalte
fueron las esculturas de la sala.

Funámbulos en el alambre de la adolescencia
leíamos hasta altas horas
encendíamos velas discusiones.
El mate la poesía curaban cualquier daño.
Sobre los pies llagados de la literatura
dejábamos ofrendas
lirios temblones a la menor respiración.

 Después llegó la dictadura y nos echó del paraíso.
Pepe dijo los militares desconfían de los jóvenes
de los que escriben libros
y con razón.
Me dolió tanto que lo dijera Pepe el más antiguo
el que fuera anarquista.
La usina recobró su diseño de yuyo y abandono.

 Dispersados seguimos
cada uno con su corona de laurel.
Era en los días del ermitaño.
Cantábamos un canto silencioso
que no hemos olvidado.

Águeda Franco