Como muchas otras poblaciones de La Pampa, exceptuando las de origen puramente militar como Victorica y General Acha, Santa Rosa nació de una iniciativa privada. No obstante bien puede decirse que también fue de entraña militar. Ninguno de sus gestores —por nombrar de algún modo a quienes estuvieron ligados a la génesis— era o había sido totalmente ajeno a la actividad de las armas. Por múltiples factores y por encima de los conflictos y reyertas puertas adentro en el estamento político y dirigencial, aquel momento histórico era favorable a este tipo de emprendimientos.
El historiador y escritor santarroseño, profesor Julio Colombato, en una de sus importantes publicaciones de investigación histórica en el diario La Arena lo explica así: «...toma auge el llamado ‘Proyecto de la Generación del 80’, que básicamente consiste en incorporar de lleno a la Argentina en el mercado internacional, mediante la implementación de una economía primaria exportadora. De acuerdo a la idea, el país tenía que convertirse en el abastecedor de las demandas alimentarias del mundo industrializado europeo, especialmente trigo y carne, recibiendo a cambio la compleja serie de productos industrializados. El éxito del proyecto quedaba condicionado a la posesión y puesta en producción agropecuaria de las tierras aptas de la llanura pampeana, que aún mantenían en su poder los indígenas...»
Fue sobre tierras de las 20 mil hectáreas (Lotes 11 y 12, fracción D) que ya eran propiedad del coronel del Ejército Remigio Gil, que su suegro Tomás Mason —ex comerciante, corredor de bolsa y operador inmobiliario, además de marino, condición por la que prestó apoyo logístico en la Guerra del Paraguay—, organizó en sociedad con su hijo político y el también militar Joaquín Viejobueno —poseedor de los Lotes 19 y 20—[1], el establecimiento ganadero «La Malvina». Esta estancia fue el embrión de la nueva población que habría de llamarse Santa Rosa de Toay.
Dice Colombato: «Éste era un paraje muy conocido desde tiempos lejanos, en épocas de pleno dominio indígena, figurando en numerosos informes, mapas y planos. Constituía un nudo de rastrilladas donde se efectuaban transacciones comerciales, fundamentalmente de ganado, en una abra del monte de caldén y médanos con manantiales, donde no sólo concurrían indígenas sino también blancos amigos».
Objetivos claros
En agosto de 1878 el general Julio Argentino Roca, desde el Ministerio de Guerra, en su estrategia militar para acabar con el indígena de raíz araucana, proyectaba su plan en la economía del país, y por consecuencia en la economía privada, al pronosticar grandes valores para la tierra que pasaría a manos de los cristianos. El presidente Nicolás Avellaneda envía al Congreso la fundamentación y proyecto redactado por Roca, que promovía la ejecución de la Ley nº215 del 23 de agosto de 1867, de avance y establecimiento de la frontera en el río Negro. Allí pronostica las consecuencias económicas favorables de la expedición contra el aborigen: «(...) la población podrá extenderse sobre vastas planicies y los criaderos multiplicarse considerablemente bajo la protección eficaz de la Nación que sólo entonces podrá llamarse con verdad dueña absoluta de las pampas argentinas. Y aún quedarán al país, como capital valioso, las quince mil leguas cuadradas que se ganarán para la civilización y el trabajo productor, cuyo precio irá creciendo con la población hasta alcanzar proporciones incalculables».
Este argumento, que ayudó a conseguir el apoyo de los legisladores nacionales, fue también acicate para elucubrar eventuales negocios de bienes raíces para individuos particulares, negociantes, comerciantes y más de un militar, algo que se verificaría con el correr de los años. La puesta en producción de las tierras contó con el soporte de sucesivas leyes que, en el último cuarto del siglo XIX, fomentaron y apoyaron la colonización y poblamiento de los nuevos espacios territoriales. Tales leyes dieron lugar a la enajenación de esas tierras públicas y simultáneamente promovieron la llegada de cientos de miles de inmigrantes extranjeros, como aporte de la necesaria mano de obra.
En el Tomo VII de la colección «La Argentina se hizo así», el historiador Félix Luna refiere a la estructuración del poder político y económico de entonces y su vínculo con los hechos acaecidos entre 1880 y la primera década del siglo XX: «(...) Pueden ser roquistas, mitristas, pellegrinistas, modernistas, saenzpeñistas, udaondistas, pero en líneas generales todos ellos están de acuerdo en postergar una organización o una forma electoral que permitiría entregar el voto incondicionalmente a las masas. Comparten una política que consiste básicamente en abrir las fronteras al exterior para que vengan hombres, ideas, mercaderías, capitales, incluso modas. En esta ideología coinciden estos hombres que se suelen llamar ‘la generación del 80’, aunque no haya sido una generación, sino un grupo de doscientas o trescientas personalidades en todo el país, generalmente formadas en los mismos colegios y universidades, y que hablan el mismo lenguaje, se manejan con la misma ideología, tienen el mismo código de costumbres, se conocen entre ellos, son amigos incluso, pueden disputarse el poder ferozmente, pero en última instancia piensan lo mismo del país y de su destino.»
Convulsión política en la metrópoli
Hacia 1890, cuando Miguel Juárez Celman entraba en el tercio final de su mandato como presidente, la dirigencia política se debatía en una intensa crisis, replicada en sus equivalentes provinciales. La situación dio lugar a la unión de toda la oposición, cuyo principal emergente era el partido Unión Cívica. Esa acción colectiva iniciada en la primavera de 1889 desembocó en la denominada Revolución del Parque del 26 de julio de 1890 que, si bien no triunfó en la faz operativa, arrojó como consecuencia victoriosa la renuncia de Juárez Celman. Esta caída fue interpretada además como el fin del predominio de las oligarquías provinciales, iniciado en 1880 con el primer ascenso a la presidencia del general Julio Roca.
El vicepresidente Carlos Pellegrini quedó a cargo del Gobierno. En los dos años restantes logró ordenar en cierto modo la economía, resentida por la quiebra de bancos, amenazada por una deuda pública creciente y una fuerte depreciación monetaria. Ya en enero de 1891 la Unión Cívica comenzó a trabajar para las presidenciales del año siguiente, nominando en Rosario su fórmula Bartolomé Mitre-Bernardo de Irigoyen. Aplicando una hábil estrategia y haciendo honor a su apodo de «el zorro», Julio A. Roca renuncia al Ministerio del Interior y, como miembro del Partido Autonomista Nacional, acerca posiciones con Mitre, con quien logra lo que se conoció como «el acuerdo». Este hecho generó la escisión de la Unión Cívica en Unión Cívica Nacional –que sostuvo «el acuerdo», ahora con los candidatos Luis Sáenz Peña-José Evaristo Uriburu– y la Unión Cívica Radical de Leandro Alem, que emprendió una ardorosa campaña contra el poder político y contra el nuevo partido de «el acuerdo».
Mientras estas desavenencias intestinas sacudían la paz institucional de Buenos Aires y del país organizado, lejos del mundanal rumor de la gran ciudad y a unas 120 leguas al Oeste, en medio de las pampas agrestes, inmensas y desoladas, poco a poco tomaba forma la idea de crear un nuevo pueblo. Ese punto, perdido en la infinita extensión de tierras, médanos y bosques de caldén, se erigía en una suave lomada, junto a una laguna no muy profunda y salitrosa. El sitio, encrucijada de rastrilladas[2], era lugar de encuentro y referencia para los viajeros. Allí estaba enclavada, desde poco antes de 1885, la estancia «La Malvina».
Organizar la estancia
Al reconstruir imaginariamente el nacimiento de la nueva estancia, Julio Colombato señala: «...había que cavar los pozos y jagüeles e instalar norias para las aguadas, levantar los primeros toldos y ramadas para los hacheros, los poceros, alambradores, carpinteros (...) e iniciar la construcción del casco de la estancia “La Malvina”. Uno de los problemas debe haber consistido en la falta de mano de obra para los innumerables trabajos que requiere un establecimiento ganadero, además de los capataces, puesteros, arrieros, boyeros, los hombres capaces de enlazar, bolear, domar, castrar, cuerear, esquilar, carnear..., necesidades que seguramente fueron abastecidas por los indios que empezaban a arrimarse, ya sea de la tribu de Mariano Rosas, de Nahuel Payún o de cualquier otra, sin olvidar los soldados y suboficiales licenciados, criollos que constituyeron la mayoría de la población pampeana antes de la presencia aluvional de la inmigración europea. (...) Manejar con eficiencia y seguridad el heterogéneo grupo humano de “La Malvina”, donde por cierto no faltaban las mujeres y los niños, requería carácter, firmeza, coraje, decisión y poder».
La retrospectiva de Colombato ubica los momentos iniciales del nuevo asentamiento blanco y a la vez brinda las primeras referencias del posible origen de esos habitantes. Cierto es que se habla de «La Malvina» y no del sitio exacto donde se trazó el «pueblito nuevo», que estaba a unos 2.500 metros al Este, del otro lado de la laguna respecto del casco. Está claro que la gente empleada en la estancia, y radicada en sus alrededores desde hacía unos 7 u 8 años, se involucró activamente en la fundación y conformación del poblado. Muchos datos lo documentan.
Entre dos y cinco leguas a la redonda había una apreciable cantidad estable de habitantes blancos. La necesidad de darle contención a toda esa población explica que, ya desde 1888, Tomás Mason fuera el Juez de Paz y, desde 1889, Jefe del Registro Civil del Departamento 2, en el que estaba «La Malvina». Estas funciones y las de Jefe del Regimiento 4º de Caballería de las Guardias Nacionales, que había cumplido con anterioridad por encargo del Gobernador Juan Ayala, se enmarcaban en el proceso de ordenamiento y organización institucional a que había dado lugar la Ley 1832, del 16 de octubre de 1884, que creó el Territorio de la Pampa Central. De modo que, al momento de la fundación, existía una estructura fijada por el Estado Nacional y el Territorial, y un asentamiento humano de singular importancia.
Quiénes estaban ya en las inmediaciones
Juan Monnier, un vecino que en 1889 llegó con su familia desde Trenque Lauquen, detalló las estancias y puestos cercanos, que configuran los primeros asentamientos cristianos en la zona circundante a la naciente población: «Teníamos (…) a dos leguas la estancia de Feliciano Izaguirre; a dos leguas el almacén de Manuel (Ramón, según Juan Bonnet) Pardo y Niceto Brazal, en «La Serrana»; a dos leguas y media Antonio Recarte con un puesto en «La Seca»; a tres leguas (la «media estación» entre la actual Anguil y Santa Rosa) la estancia que era la Posta del señor Arnoldo Recarte, cuñado del señor Berhongaray; y a una legua el señor Correa, donde la galera cambiaba de caballos». (...) «Estaba también la galera de Díaz, que venía de (...) Italó, El Guanaco, pasaba por ‘la tranquera’, La Malvina, (Fortín) Toay y General Acha, y regresaba».
En un documento que en 1978 nos dejara el exintendente de Santa Rosa don Juan Bonnet, se pueden extraer otros nombres y precisiones. Dice por ejemplo que Ramón Pardo llegó en 1882 y Niceto Brazal estaba desde 1884. Y suma los nombres del alemán don Federico Cruce, Francisco Colomé y Julián Cobo, cuyas presencias fueron también contemporáneas a la fundación.
Recuerdos de Enriqueta Schmidt
Hay otro documento escrito por quien iba a ser más tarde la primera maestra en Santa Rosa, Enriqueta Schmidt. Describe la visión que tuvo al llegar a «La Malvina» el 28 de setiembre de 1891, en compañía de su madre, a visitar a su hermano Juan Schmidt, donde agrega nombres: «Estuvimos solamente quince días. En este lapso de tiempo visitamos los puesteros, familiarizándonos con ellos. Conocimos a un hijo del famoso cacique Mariano Rosas, del mismo nombre (este último dato es erróneo, se trata de un homónimo del gran cacique, según información del historiador José Depetris), que vivía en unos ranchos cerca de la estancia. Por estos lados (en alusión a la actual planta urbana) había varios pobladores, ranchos dispersos. A la entrada del campo de “La Malvina” había un “boliche” propiedad de Manuel Zañudo y a la salida del mismo campo, en dirección a (Fortín) Toay, había otro de Ángel Galeani (Angelo Gagliani). Entre la estancia y Toay estaba la comisaría, siendo comisario en esta época el señor Mariano Salvo. Al regresar de los paseos que realizábamos por las inmediaciones, cambiábamos ideas con don Tomás acerca de la fundación del pueblo y tanto nos entusiasmamos con mi madre, que resolvimos volver definitivamente al año siguiente».
Segunda “oleada”
El planteo es que los viajeros que iban llegando a estos lares atraídos por el anuncio de la inminente fundación de un pueblo –los Monnier habían optado entre Italó y Santa Rosa–, son una segunda oleada de nuevos habitantes, que se sumaron a un espacio ya habitado. La diferencia estaba en que estos últimos levantaron sus viviendas mucho más cerca del sitio donde se trazó el damero original de la futura planta urbana, y eso los convirtió en los históricamente llamados, sin que lo fueran taxativamente, «primeros habitantes de Santa Rosa».
A principios de 1889 hizo pie aquí el inmigrante francés León Safontás, un solitario joven de 27 años al que Tomás Mason indujo a detener su marcha en estas tierras cuando viajaba en galera hacia Toay. El visitante accede y construye su precaria vivienda a poca distancia de la tranquera de «La Malvina». A él se le asigna el carácter de «primer habitante» santarroseño. Esta caracterización no pone en consideración –claro está– ni al propio Mason, quien ya vivía allí en forma permanente desde hacía unos cinco años, ni a ningún otro habitante blanco de la estancia y sus alrededores. En cuanto a la familia de su hijo político, el Coronel Remigio Gil, venía periódicamente sólo en vacaciones, no podía ser considerado un habitante permanente.
En octubre de ese mismo 1889 arribó desde Trenque Lauquen la familia que Carlos Monnier componía con su esposa Rosa y sus hijos Ida, Juan, Edgar, Ernestino y Rosita. A principios de 1890 llega desde Carhué, provincia de Buenos Aires, la familia del francés Augusto Merelle –de profesión carpintero–, su esposa Irma y sus hijos Augusto, Emma, France y Eugenio, y hacia el final del año el asentamiento humano se agranda con la llegada de otros franceses y un italiano: ellos eran Bousquet, Marau, Lachenal y las familias Cerín y Gisulfi, las que construyeron de inmediato su vivienda, tipo rancho, más o menos precaria, como eran todas esas primeras construcciones. En el inicio de 1891 viene Xavier Roux, cuya esposa, francesa como él, en su condición de maestra, en la casa de los Monnier –donde se alojaban en un principio–, impartió enseñanza a todos los niños del lugar, los que no alcanzaban todavía a sumar diez. Como afirma la escritora, docente y poeta Ana María Lassalle, «muy pocos recuerdan ya que Santa Rosa en especial y La Pampa en general, recibieron en estas primeras épocas un importante aporte inmigratorio francés. La mayoría piensa que el caudal colonizador fue casi exclusivamente español, italiano o ruso...»
La pequeña comunidad, no organizada aún, se acrecienta con la presencia entre otros del italiano Angelo Gagliani, su esposa y un hijo; el idóneo en agrimensura Juan Schmidt –hermano de Enriqueta–, Manuel Zañudo, Perroud, Libis, Guillermo Jons y, entre otros nombres y apellidos, también se registran en la zona, antes del nacimiento del pueblo, los de Echeverry, Julián Cobo y Enrique Valerga. En el transcurso de 1891 llegan pobladores de Carhué, Trenque Lauquen, General Acha y Victorica, además de la recién apuntada maestra Enriqueta Schmidt y su madre María Cabral de Schmidt. Alejandro Colombato arriba al mes siguiente al de la fundación.
Otros recuerdos de Juan Monnier
Los datos hasta aquí aportados corresponden a una extensa carta y tres croquis que envió a Santa Rosa, en 1938, el antiguo poblador Juan Monnier, desde Genève, Suiza, adonde se fue a vivir en 1902 con su familia. Sus recuerdos le permitieron escribir listados de personas, familias y lugares, según se hallaban distribuidos en aquel espacio casi virgen por entonces, con el aditamento de algunas descripciones sobre la forma de vida de ellos en el lugar. Con esa información ha sido posible no sólo reconstruir la antesala de la fundación, sino disponer de algunos elementos de la evolución en los momentos iniciales de la pequeña aldea.
En su paso por aquí, los Monnier habitaron sucesivamente tres viviendas distintas. Respecto a su primer lugar de residencia, en 1889, Juan Monnier hace esta descripción: «Hicimos un rancho a cuatro cuadras (hacia el Sur) de la tranquera. Mi padre empezó a arar y sembrar maíz, zapallos, sandías, melones, etc. Teníamos todo lo necesario con nosotros. De día veíamos guanacos, avestruces, gamas, venados, zorros, etc., que cruzaban cerca de nuestro rancho; los forasteros eran muy raros; me acuerdo que subíamos encima del techo de nuestro rancho para ver pasar la galera al Sur de Santa Rosa (era el primer camino a Trenque Lauquen; después pasaba por la tranquera de la estancia, muy cerca de los Monnier), a la orilla del monte a una legua de nosotros (cada) ocho días».
Aunque la narración no lo consigna, la familia Monnier contó con la ayuda de los indígenas residentes en el lugar para levantar su primera vivienda. Así lo dice el ya citado testimonio de don Juan Bonnet, al leer sus recuerdos e historiar la fundación con motivo de los 75 años de la ciudad en 1967: «Monnier se quedó y construyeron su vivienda cerca de la de Safontás. En ese lugar también vivía un indio que tenía su mujer y unos 10 hijos. Les ayudó en la construcción de la vivienda». Este apunte confirma la hipótesis harto evidente de la participación activa de los naturales de estas tierras, en la etapa propiamente fundacional del pueblo, a pesar de que la mención de ello no ha estado suficientemente presente hasta hace poco tiempo, en los textos recordatorios e históricos sobre el nacimiento del pueblo. Lo abarcador e importante del tema, merecerá un tratamiento específico en una futura entrega periodística.
La fundación
Al finalizar 1891 estaba todo listo para dar el gran paso. Tomás Mason se había hecho eco de aquella sugerencia de fundar un pueblo que recibiera muy poco tiempo atrás del Gobernador del Territorio, el general Eduardo Pico, en un encuentro que tuvieron en General Acha. Como se ve, ese instante clave —nada menos que la idea de fundar el pueblo— provino de otro militar. Esto completa y cierra el concepto enunciado del cariz castrense —no institucional, claro— del emprendimiento de dar a luz una nueva población, a la manera de una prolongación en sus actos particulares.
El acontecimiento se formalizó hace 130 años, el 22 de abril de 1892. El nuevo pueblo recibió el nombre de Santa Rosa de Toay, en homenaje a la difunta esposa de Mason, Rosa Augustina Funston —fallecida de peritonitis en Buenos Aires el 23 de diciembre de 1889—, y en alusión al Fortín Toay, que se hallaba dos leguas al Sudoeste. Al parecer, el nombre Toay —como bien dice Julio Colombato— constituía por entonces una referencia geográfica muy conocida por todos en las inmensidades de la pampa, y se había hecho carne a punto tal que, incluso años después de su nacimiento, la prensa de General Acha seguía escribiendo «los vecinos de Toay» al referirse a los habitantes de la nueva población fundada por Mason.
Por otro lado, en el orden local, al menos hasta que se concretó la fundación, está documentado que algunos pobladores solían llamar al lugar «nuevo pueblo de Toay», confirmando el uso del topónimo que identificaba al fortín cercano, para nombrar e implícitamente localizar geográficamente a Santa Rosa en el inconmensurable espacio territorial en que se hallaba enclavada.
1892: expansionismo, violencia política y fraude
Mientras Tomás Mason concretaba la misión militarista de reafirmar implícitamente la expansión del dominio del blanco hacia “el desierto” pampatagónico fundando Santa Rosa de Toay, 600 kilómetros al Este, en el corazón del poder –el puerto de Buenos Aires–, el nivel de dureza y agresividad alcanzado en la contienda política presidencial era muy ostensible. La situación fue caracterizada y denunciada falsamente el 2 de abril de 1892 por el presidente Pellegrini como una amenaza para la paz y estabilidad institucional que debía reinar con vistas a las elecciones de mediados de ese año, por lo que, bajo el cargo de tentativa de conspiración revolucionaria y para abortar todos sus planes, amparado en el estado de sitio que él había impuesto y que regía desde comienzos de abril, ordenó la prisión y deportación a Montevideo del líder de la Unión Cívica Radical, Leandro N. Alem, y de algunos de sus seguidores.
Pellegrini había asumido el cargo el 6 de agosto de 1890 y gobernó hasta el 12 de octubre de 1892, cuando entregó la presidencia a Luis Sáenz Peña quien, junto a José Evaristo Uriburu, se había impuesto “con comodidad” en las más escandalosas y fraudulentas elecciones nacionales que se recuerden, que le habían dado el 95,02% de sufragios al Partido Autonomista Nacional y sólo el 2,26% para cada una de las demás fuerzas: la Unión Cívica Radical de Bernardo de Irigoyen y la Unión Cívica Nacional de Bartolomé Mitre.
* por Rubén Evangelista, músico, cantaautor e investigador de historia regional.
Notas:
[1] La capitalización de Santa Rosa, de Ana María Lassalle y Andrea Lluch (2012).
[2] Al respecto de las rastrilladas en el actual territorio de La Pampa, ver el artículo Los vestigios de las grandes rastrilladas, del antropólogo Rafael Curtoni, publicado en esta revista en marzo de 2020.