Las botas del hombre se han teñido de barro. Con pocas palabras señala la inmensidad del horizonte y su brazo, que hace apenas meses barría verdes en su recorrido imaginario sobre esa tierra donde nacieron y crecieron su padre, él mismo y sus hijos, hoy sobrevuela un desolador espejo en que se reflejan, como espantosa mueca de la suerte, las negras nubes que escupen de a gotas el desconsuelo.
Publicada en diciembre de 2001
“Hay que rogar que no llueva más" dice, aunque el cielo está cerrado y en el horizonte, lo sabe, puede verlo, las nubes se vuelven negras y avanzan amenazantes. Abel Rivero tiene 42 años y toda su vida la pasó en ese pedazo de tierra que fue primero de su abuelo, después de su padre y ahora es él, junto a su mujer y tres hijos, quien se encarga de hacerlo parir cosechas y animales. Es lo único que sabe hacer, confiesa, y la idea de tener que abandonarlo, de tener que dedicarse a otra cosa ni siquiera se le atraviesa por la cabeza, aunque más de una vez en estos últimos días, varios de sus vecinos le han dicho que se vaya al pueblo, que si llueven 100 milímetros más no va a poder salir.
Y es que en realidad buena parte de esas personas ya abandonaron sus campos, vencidos por el agua que bloqueó sus caminos y sus expectativas de lograr una cosecha que los sostuviera en su permanente lucha de los últimos años por tenerse en pié.
"¿Y a dónde voy a ir?" se pregunta, aunque en Anguil, a pocos kilómetros del campo, tiene una casa. "Pero me da lástima dejarlo -explica- un sacrificio de toda la vida. Hasta cuando pueda voy a estar acá, ¿qué voy a hacer?". De las 450 hectáreas que tiene más de la mitad quedó completamente bajo lagunas. Del resto, casi todo, está cubierto por una capa de pocos centímetros de agua que disimulan las pasturas.
El tiempo
El agua ha barrido hasta con la noción del tiempo y las distancias. Todo se hace más extenso, todo más lento. Llegar hasta la casa de Abel es ahora prácticamente una hazaña: la ruta 7 tiene unos 300 metros bajo agua con un alteo, que soporta a duras penas los embates del agua y hay que entrar por el campo de un vecino, bordear el alambrado por una huella que por momentos parece impenetrable.
Ese camino -que debió cubrir con palos y discos de arado para que las ruedas de su Renault 11 no se encajen en el barro-, lo hace todas las mañanas que puede, es decir las que el agua le permite, para llevar a Matías, el menor de sus hijos, hasta la ruta por donde pasa el transporte que lo lleva a la escuela. "A veces tiene que perder las clases", confiesa como explicando que esta vuelta les tocó perder a todos en su familia, que vive únicamente del campo.
"En este momento -dice- capaz que no me doy cuenta todavía de todo lo que está pasando porque ando de aquí para allá, cargando rollos y eso, y como estoy solo, se me pasa el tiempo. No como otras personas que tenían ese pedacito y bueno, están ahí casi no pueden hacer nada". Las palabras, pocas y con la simpleza de la tierra, se escurren entre el canto de las aves y el eco incesante de la pequeña cascada que esculpió el agua a pasos de la puerta de su casa, en una armonía que sería espléndida si ese arroyo no desembocara en la enorme laguna que ya se robó más de la mitad de su campo.
La angustia
Con la resignación de quien sabe que la naturaleza es generosa cuando quiere y cruel cuando se revira, Abel apenas si puede imaginarse qué será de él y su tierra de aquí en adelante. Dice que debajo del agua quedó "toda una vida de trabajo" y comenta desahuciado: "lo que es, ¿no?".
Sus ojos jamás vieron algo parecido antes y en su pecho anida "una tremenda angustia". El futuro lo resume en estas palabras que nada tienen de certeza y mucho de desaliento: "Qué se yo, no sé decirle, la verdad no sé decirle. De yapa está todo mal ¿no? Está todo mal”.
Por ahora sólo piensa en salvar lo poco que queda, cuidar los animales que no fueron trasladados porque se enterraban hasta la panza. "Toda la vida trabajando y al final no me queda nada -dice-. Tantos años luchando y al final no queda nada. ¿Cuándo se va a recuperar la tierra?"
Esa tierra que antes, hace apenas unos meses, prometía verdes y buenas cosechas y por la que ahora le da miedo andar "porque el tractor se hunde en las lagunas" y tiene que andar atravesándolas a caballo, aunque a veces ni siquiera así puede moverse. Abel camina hacia los corrales y el suelo cede bajo sus pasos.
De los tres hermanos, sólo él siguió con el campo, y de sus tres hijos -dos viven y estudian en Anguil- sólo el menor parece más entusiasmado con recorrer el camino de su padre, aunque, afirma Abel, "después de esto, va a ser difícil que quieran seguir".
El hombre, que antes de despedirse no puede con su genio chacarero e invita a “un asado en alguna oportunidad”, vuelve a mirar hacia el horizonte, con los brazos sobre el alambrado, toma una bocanada de un aire que huele a tormenta; las nubes, cada vez más negras, avanzan comiendo cielo, todo parece indicar que quiere llover sobre mojado, y Abel, el hombre de las botas teñidas de barro, repite: "hay que rogar que no llueva más".