Los genocidios llevados a cabo en nombre de la causa "civilizadora" durante el siglo XIX y a los que se hizo referencia en la primera entrega, tuvieron su correlato más tarde en las "éticas" y en el discurso que los artífices del terrorismo de Estado de la última dictadura militar (1976-1983) han esgrimido a lo largo de los procesos judiciales desarrollados en el último lustro con la pretensión de justificar su accionar. Argumentos que, singularmente, se apoyan en anteriores elaboraciones justificativas sobre la puesta en práctica y necesidad de implementar la industria de la muerte.
Publicada en octubre de 2012
Con este corpus ideológico se ha ido conformando una estela fundamentalista en el firmamento de nuestra patria que deviene en sustento para eventuales latrocinios. Baste citar como ejemplo lo sostenido por Julio Argentino Roca en 1843: "Estamos como nación empeñados en una contienda de razas en que el indígena lleva sobre sí el tremendo anatema de su desaparición, escrito en nombre de la civilización. Destruyamos, pues, moralmente esa raza, aniquilemos sus resortes y organización política, desaparezca su orden de tribus y si es necesario divídase la familia. Esta raza quebrada y dispersa, acabará por abrazar la causa de la civilización. Las colonias centrales, la Marina, las provincias del norte y del litoral sirven de teatro para realizar este propósito".
A lo que retruca Sarmiento: "¿Lograremos exterminar los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa canalla no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso, su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado."
El término y la práctica del exterminio adquiere de esta manera su legitimación y se naturaliza en fundamentos y procederes de las generaciones venideras. Estanislao Zeballos, desmintiendo esa observación piadosa (la segunda, claro) que tuviera sobre Pancho Francisco, adhiere al concepto sin cortapisas: “El Remington les ha enseñado (a los ‘salvajes’) que un batallón de la República puede pasear la pampa entera, dejando el campo sembrado de cadáveres”. (David Viñas: Indios, ejército y frontera, p.49).
La ausencia de una revisión crítica y de condena ha contribuido a fertilizar la proyección de las prácticas genocidas en los albores del siglo XX, en las que sobresalen los despiadados asesinatos contra los vecinos de Nueva Pompeya en el marco de la represión a los talleres Vasena, las matanzas de indios mocovíes en Napalpí, colonia del Chaco, y el genocidio del pueblo Pilagá en Formosa, ambos impunes.
Acaso este inventario resulta insuficiente, porque la historia no tiene voz: se expresa en las verbalizaciones de quienes pueden y quieren rescatarla.
La lógica del exterminio de los opositores al sistema, auspiciada en el país por normativas como la ley de Residencia, nuevamente encuentra en La Pampa sus simetrías porque no otra cosa fue la feroz represalia a los bolseros de Jacinto Aráuz en el año 1921, con el respaldo de la Liga Patriótica y de los representantes santarroseños de esa organización que, encaramados en funciones públicas, pregonaban la licitud del asesinato de los subversivos.
Contemporáneamente, los más de mil quinientos fusilados en la Patagonia por el teniente coronel Varela espesan este catálogo de la muerte institucionalizada para desembocar en esta actual fase de la historia negra del país que nos ocupa. Otro capítulo de la impunidad cuya plataforma de ensayo se procesara con sumo esmero en la aciaga noche del 22 de agosto de 1972 en la base aeronaval Almirante Zar de Trelew.
Las fuerzas motrices de estos comportamientos son infinitas y provienen de los espectros más variados de la sociedad, pues no importa tanto la procedencia como la identidad ideológica y política con los ejecutores del latrocinio nacional. No desentonan estas voces con las consignadas mas arriba:
“Si para salvar (…) la constitución, un nuevo gobierno debe negarla de inmediato, habrá que optar. (…) creo que sólo un milagro salva a este gobierno”. Juan José Güiraldes, director de la revista Confirmado y sobrino de Ricardo Güiraldes.
“Detrás de Onganía queda la nada. (...) Onganía hace rato que probó su eficiencia. La de su autoridad. La del mando. Si organizó el Ejército (...) ¿por qué no puede encauzar el país? Puede y debe. Lo hará”. Revista Extra, de Mariano Grondona.
Y una última consideración: no todos los crímenes colectivos encuadran dentro de la calificación de genocidio. Merece un examen más exhaustivo el infame bombardeo de los aviones Gloster Meteor de la Armada sobre los indefensos paseantes de la Plaza de Mayo en la aciaga jornada del 16 de junio de 1955 o los fusilamientos en los basurales de José León Suárez del 9 de junio del año siguiente, que propician esta secuencia histórica de la infamia.
En fin: la caza del hombre institucionalizada y traducida en crímenes colectivos. Perpetrados por esa lacra del sistema expoliador cuyas facetas más conspicuas hoy reviven, se exponen y serán juzgadas en esta segunda etapa del juicio de la Subzona 14 en La Pampa.
Los unos y los otros
A esta altura quizás resulte ocioso apuntar que, en la observación de la constante histórica, la plataforma ideológica para arropar la práctica genocida ha requerido de sustentos teóricos y jurídicos. A menudo esta cobertura es prodigada por intelectuales de fuste, no necesariamente ejecutores o afiliados directos al poder de turno.
Concluyendo el siglo XIX descubrimos al insigne Miguel Cané aportando el texto de la ley de residencia, sancionada en 1902, por la que se propiciará la cruenta represión a la inmigración. ¿Absolverá Juvenilia a su autor por este aporte a la consumación de una de las páginas más negras de nuestro pasado reciente?
Acaso se pueda establecer un manto de piedad sobre las Crónicas de Viaje de José Ingenieros, quien tras llegar de Cabo Verde en 1905, produjo un texto de contenido inequívocamente racista.
En 1923, con idéntico sentido, lo hace una de las plumas más ilustres e influyentes de la Argentina: Leopoldo Lugones. El autor de La Guerra Gaucha inicia en julio de 1923 una serie de conferencias patrocinadas por la Liga Patriótica Argentina y el Círculo Tradición Argentina. La primera de las cuales lleva el título de Ante la doble amenaza, en la cual bendice el diseño de la arquitectura de la xenofobia argentina exaltando el militarismo. Lo hace basado en que advierte en el país “una invasión provocada por una masa extranjera disconforme y hostil, que sirve en gran parte de elemento al electoralismo desenfrenado (...)”. Lugones enfatiza que “el pueblo, como entidad electoral, no me interesa en lo más mínimo. (...) soy un incrédulo de la soberanía mayoritaria (...) porque me causa repulsivo frío la clientela de la urna y del comité…”
Este corpus ideológico es ampliado y superado en noviembre de 1924 cuando acepta la invitación del presidente del Perú, Augusto Leguía, para asistir a la celebración del Centenario de la Batalla de Ayacucho; allí produce el célebre discurso que causa gran preocupación interna al punto de provocar la interpelación en el Congreso argentino:
“El único remedio está en acabar con la política. Adoptar un decenio de vacaciones políticas. (…) Ha sonado otra vez para bien del mundo, la hora de la espada. (...) [ésta] hará el orden necesario, implantará la jerarquía indispensable que la democracia ha malogrado hasta hoy. (...) El sistema constitucional del siglo XX está caduco. El ejército es la última aristocracia; vale decir, la última posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución demagógica. (...) El Estado nada tiene que ver con la libertad. Su objeto es el orden.” (Leopoldo Lugones, El payador y antología de poesía y prosa. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1979).