Voy por este monte oscuro rezumando sangre. Solo, porque la sombra servil y ocasional de este otro hombre ni la cuento. Yo, Julio César Crevani galopo dolorido hacia el viejo boliche de El Carbón.
Yo Julio Oriental César Crevani, yo Oriental Asesino Crevani, yo matador de tantos, yo, con tres agujeros de winchester en el pellejo galopo desde hace tantos años desde las cuchillas uruguayas hacia un paraje perdido en el caldenar. Débil y esperanzado, yo, Oriental Bandolero Crevani no tengo otra posibilidad que galopar imaginando mientras imagino que galopo dejando el rastro tibio y colorado. Nunca como hoy caliente tan mi sangre. Nunca como hoy mientras me hamaco y me puteo dolorido me acompaña mi pasado de muertes y de sangres. Tantas. Yo, que maté un tranquerero de gracias por haberme abierto la tranquera y galopié las leguas de vuelta por dejarlo cara al sol, yo sin familia y sin mujeres, malo y bandolero y oriental y cojonudo imagino que galopo entre caldenes manchadas las espinas con las sangres mías v de mis muertos rumbo al boliche oscuro como el nombre.
Cada paso un martirio pero envido la flor y contraflor de las heridas, algo me empuja hacia El Carbón, abajo, junto a la aguada y la cancha de cuadreras donde una vez desparramé balazos y adonde voy en busca de unas vendas y un poco de piedad que nunca tuve con nadie, ni a mí mismo. Y el monte gris y triste y polvoriento con sombras que me miran y me hablan... Reconozco las voces y los gritos y los ayes y los suspiros y todo lo que supo arrancar el Oriental Crevani que soy yo, o lo que queda. Que marcho hacia el boliche con una ansiedad que nunca tuve, para apagar en El Carbón una sed que no es de vino ni de sangre que empapa el cojinillo y dibuja el sudado del caballo.
No han de saber que vengo. Si lo saben... carajo, no han de saber que vengo y si lo saben es Crevani el que viene, qué carajo... y al fin la tierra del boliche se beberá mi sangre y la sangre de cualquiera. Porque si saben me matarán, no hay duda, y enterrarán mi cuerpo en el poniente, casi al final de la cancha de cuadreras en una tumba solitaria y maldecida que no dará ni luces malas pues muero seco y solo... Veo la tumba, el boliche y el fin de mi galope y los fusiles maulas que van a fusilarme. Qué muerte muerte para el Oriental Crevani, qué sangre al pedo ésta del galope. Galopar sangrando desde las cuchillas al bajo de El Carbón para que, muerto en una tumba sola, cuando ya ni fantasma quede en el boliche alguien profane la tumba y mi cadáver o alguien comprenda y escriba muchos años después pensando que él es yo mientras galopo.
El arma
A Pablo Depián
Imposible no evocar a Borges. En los confines del monte, en el corazón mismo del antiguo país de los ranqueles, en una casa aislada entre los médanos y el caldenar, un hombre solo y solitario suele velar un arma. Es una escopeta de dos caños y a pesar del cuidado la herrumbre muerde levemente uno de sus bordes. Yace en un rincón, junto a otras armas, pero se le adivina la prestancia de los años. El hombre sabe que es el arma que setenta años atrás mató a un oriental de Paysandú, paranoico e imprevisible, cargado con los fantasmas de sus muertes aleves. Sabe también que el disparo de munición gruesa que dio por tierra con el asesino en el patio de un boliche oscuro, una tarde lejana y de miedo trasmitido a uña de caballo por las sendas del monte, partió de su misma sangre, allá, en su infancia. Uno de los cañones, acaso los dos, vomitaron la descarga que abatió al Oriental, arrumbado después en una tumba desflorida junto a la cancha de cuadreras y decapitado irreverentemente al paso de los años. El arma tiene el frío de la indiferencia y la disposición insidiosa del metal preservado. Opacamente brilla. De tarde en tarde el hombre la amartilla y sueña que es su abuelo, matando al bandolero. Después vuelve a su soledad indiferente en la que el arma es una leve compañía. La gente sabe que es el arma que fulminó a Crevani; la policía lo supo desde siempre e ignoró al matador. Ahora yo también lo sé. Transferido por no sé qué ocultos sentimientos hay noches de tormenta en que escucho el galope desesperado del Oriental y entre los truenos y a la luz de los relámpagos, empuño el arma; soy el arma. Después, con la tranquila soledad del día, ella vuelve a su arrinconada y modesta panoplia mientras el hombre la vela y yo, de lejos, la recuerdo.
* Wálter Cazenave nació en General Pico en 1942. Su trabajo literario lo comparte con su tarea de investigador de la historia regional, periodista y docente universitario.